domingo, 15 de mayo de 2022

Remembranzas trevijanistas (III)




MARTÍN-MIGUEL RUBIO ESTEBAN
Doctor en Filología Clásica

Entre aquellos miembros o amigos del idealista MCRC recuerdo al erudito Miguel Ayuso, Paco Bono, el gran filósofo argentino del disenso Alberto Buela, quien nadie como él está preparado para escribir una historia del peronismo o justicialismo como pensamiento político que se abre en distintas corrientes complementarias y hasta antagónicas (¡es urgente ya este estudio !), el magnífico y muy sensible murciano Vicente Carrreño, hombre bueno donde los haya, Baldomero Castilla, indesmayable montañista que fuera secretario del propio Antonio, el inclasificable y apasionado Roberto Centeno, que no cejaba en echar carbón a las calderas siempre ígneas del frenesí pensante y constante de Antonio, el noble y bueno José Luis Escobar, que me hizo protagonista de una de sus novelas morales, el sabio prescriptor jurídico y tecnológico Vicente Ferrer de Pellicer, el sensitivo y leal artista de marionetas Fernando Gómez, todo un angelote catalán, el rebelde venezolano Humberto González Briceño, el gran abogado y colaborador con don Antonio en singulares pleitos políticos Pedro González, el cultísimo e inteligente profesor Dalmacio Negro, amén de buenísima persona, José Luis Navarro, Jesús Murciego, uno de los fundadores de la plataforma Demos, José Papí, hombre honrado y dandi caballeroso, y al que el propio Trevijano nombró como su sucesor el en MCRC, Marcos Peña, infatigable propagador del trevijanismo, el oscuro y siniestro Atanasio Noruega, que tramó una conspiración para que Papí se retirara como sucesor, contra los deseos del propio Trevijano y que dio una imagen sectaria y desagradable del trevijanismo, el exquisito abogado Adrián Perales, Ignacio Ruiz Quintano, fino escritor con raíces clásicas y quizás el mejor columnista de España, Jesús Santaella, Carlos Santos, con su corpachón de carlista benéfico y valiente, Antonio Tudela Martí y su bella periodista rusa, Javier Torrox, honrado intelectual catalán, Carlos Villaescusa, Fernando Caro, un profundo intelectual y magnífico traductor, acunado por Alexis de Tocqueville y Benjamin Constant, y de mente abierta, Helena Bazán, la última secretaria que tuvo Antonio, la joven sensible e inteligente que cerró sus ojos de infatigable curiosidad y su último amor platónico, y, finalmente, María Ángeles Fernández, una trevijanista religiosa, hipersensible ante las Bellas Artes y la moral pública. Seguro que había más, pero mi memoria se fijó en quienes sobre todo más bulto mental tenían. Pero seguro que se me habrán escapado muchos más miembros activos y buenos.

La casa de Antonio en Pozuelo guardaba verdaderos tesoros de la pintura, la escultura y de mobiliario de época. Allí podías ver madonas con la piel de melocotón de la escuela de Antonio Correggio, los retratos de Martin Lutero y Felipe Melanchthon del mismísimo Lucas Cranach el Viejo, cuadros de Van Dyck, esculturas de Dalí, muebles de la China Imperial, habitaciones compuestas con muebles y decoración de las épocas de Luis XIV y Napoleón I, colecciones de vestidos de Cristóbal Balenciaga hechos para su mujer, etc.

Al final de su larga vida, mantenida en una juventud perenne de cabeza y de curiosidad intelectual, Trevijano cayó en la imprudencia, casi impertinente, de hacer públicas sus malas relaciones con sus hijos, Juan Diego y Pablo. Parece ser que sus hijos quisieron ya heredar en vida de los padres, pretextando falta de capacidad por parte de la madre, la gran modelo de Cristóbal Balenciaga, Francine Chouraki, de origen judío. Ese torpe conato, propio de egoísmo de la juventud voraz, le hizo no sólo romper a Trevijano con sus hijos, sino que puso a ambos en la picota pública a través de la emisora del MCRC. A mí no me gustó, incluso me dolió, porque no eran propios de Antonio, que aunque no era gazmoño sí era pudoroso, esos desvelamientos domésticos. Años atrás Antonio me había revelado en distintas ocasiones y de modo indirecto lo que quería a sus hijos, tanto a Juan Diego, que vivía en Portugal y era un extraordinario jinete olímpico, como a Pablo, todo un dandi, que tuvo una separación matrimonial por la que sufrió mucho su padre, que llegó a temer por la integridad física del hijo. Recuerdo haber visto alguna vez a una nieta de Antonio en Pozuelo, la hija de su hijo Juan Diego, niña de pelo ensortijado y rubio, a la que le mostraba el abuelo verdadera adoración permanente. Todo este amor familiar pareció disolverse al final de su vida, como por encanto. No lo encuentro lógico, y nunca se sabrá lo que verdaderamente aconteció en el corazón grande y delicado de Antonio. Tampoco las declaraciones de sus hijos tras la muerte del padre fueron propias de caballeros, hablando de los últimos amores de Antonio, de los que no cabe duda que tuvo todo el derecho del mundo a disfrutarlos. Lo que sí puedo afirmar como testigo directo, es que a mí siempre me habló con adoración de sus hijos durante los años en que mantuve relaciones más estrechas.

La vanidad nunca es justificable. Ningún mortal debe ser vanidoso, desde luego. Pero estamos de acuerdo en que hay vanidosos que tienen más razón de serlo (menos pecado), que otros, que no tienen ninguna razón para la vanidad. Treviajno era de los que pecaban por vanidad pero tenía motivos para ser vanidoso; esto es, su pecado tenía más lógica que el de la mayoría, aún no dejando de ser pecado, claro. Solía imponerse con una descollante vanidad intelectual sobre los demás, lo cual siempre es antipático, pero ocurría siempre que tenía razón. Y hay a quienes la virtud de la humildad debería exigírseles mucho más que a Trevijano, pues sería ridículo que pecaran de vanidad. Asimismo, aunque era delicado y dulce con las personas sencillas, que no actuaban con doble intención, incluso estando equivocadas, se enfurecía como un Etna con quienes veía en sus opiniones intereses ocultos e ilícitos. No soportaba el doble discurso de los hipócritas. Todos pudimos ver cómo le dio un ataque de cólera en Santo Domingo de la Calzada, durante el Congreso de la Lengua que organizó el MCRC, cuando llegó a ser criticado con sutilidad hiriente por Gabriel Albiac, y Antonio vio en aquella crítica los intereses coyunturales y efímeros de un determinado partido político. Era el día de su nonagésimo cumpleaños. Su ataque de ira fue tan tremendo que su fiel secretaria Helena Bazán lo tuvo que sacar del Salón de Actos temerosa de que aquel dolor del alma repercutiese en un infarto en un señor de noventa años que ya había sufrido dos infartos. El que Albiac se mantuviese impertérrito en sus trece ante aquel anciano puede ser prueba de que Trevijano tenía razón. Si los impertinentes argumentos de Albiac, sutilmente disfrazados, sólo hubiesen defendido la lógica y la razón, los hubiera retirado allí mismo ante aquel anciano con el fin de calmarlo, en cuanto que, como verdades lógicas, su valor mantendría su permanencia y virtualidad, ajenas a la situación del momento, pero si sus argumentos eran circunstanciales y falsos, y justificaciones de mezquinos intereses partidarios situacionistas, necesitaba mantenerse en silencio reiterativo y terco. Fue una escena violenta y muy desagradable, y si la saco a colación es para dejar patente que Trevijano no se arrugó nunca ante la mentira que ocultaba un interés inconfesable o vergonzante. Diríase además que el otrora amigo Gabriel Albiac quiso escenificar aquella mañana su ruptura “interesada” con Antonio García-Trevijano.

[El Imparcial]