domingo, 10 de octubre de 2021

Trisagio del "statu quo"

Con viento duro de Levante...

 

Ignacio Ruiz Quintano

Abc, 24 de Julio de 2002


Mi ensayista tenía razón: había una superstición a propósito de las cuestiones diplomáticas, y era que no se podía hablar de ellas claramente. En esto llegó el perejilazo, y, para conjurarlo, los diplomáticos se pusieron a bisbisar como viejas el trisagio del «statu quo», versión culta del chascarrillo del paralítico que en Lourdes pide a la Virgen quedarse como está, que siempre tranquiliza al hombre de la calle.

El hombre de la calle, si la calle es la de Alcalá, representa a ese espíritu medianamente sagaz que de estas crisis obtiene la misma impresión que mi ensayista: la de que en la diplomacia no hay más que un elemento complicado, misterioso y terrible: los diplomáticos. Ellos, dice él, cuidan de la diplomacia con los mismos escrupulosos excesos con que los sacerdotes cuidan la cámara donde se guarda el tótem poderoso que influye en los destinos de la tribu: nadie lo puede ver más que ellos; nadie le sabe hablar más que ellos. Pero el tótem es, quizá, una inofensiva cebolla.

Gracias a eso, en este españolísimo julio, como en el del 98, no ha habido incidentes. «No vale la pena de un solo tiro», constatan los cultos de ahora. «¿Para qué revolverse con ira? -constataron los cultos de entonces-. ¿No vale más la calma para prolongar cómodamente la existencia?» En Madrid, cuando el 98, hubo dos corridas: en la plaza de la capital, Quinito, que era tartamudo, pero gran banderillero; y en la de Carabanchel, Vicente Pastor, que aún se llamaba el «Chico de la Blusa», y hasta la Chata fue a verlo.

Sin embargo, el culto de la moderación pasa por ser un invento de la cultura inglesa. Weber vio en él una consecuencia del protestantismo, pero los antropólogos modernos, como Gellner, prefieren atribuirlo a una valoración del rango y del «status», que exime a su portador de la vulgar necesidad de insistir ruidosamente sobre su condición. Uno «es», no necesita «hacer». Para quien pretenda escalar posiciones, esta actitud lo coloca ante un dilema: si se conduce con moderación, pasará inadvertido, quedando fuera de la situación, pues no «es»; pero, si promueve alboroto, exhibirá su vulgaridad y se condenará.

Este dilema explica la indecisión española tras del perejilazo marroquí. Somos bajitos y nos habían quitado las alzas. Había que recuperarlas por la fuerza, pero, ¿con qué fuerza? Para una situación tan confusa, lo ideal hubieran sido los «paras», que tienen, como decía Pemán, la disciplina indecisa de quienes cumplen su oficio ni en el aire ni en la tierra, pero el islote, jodido como la punta del alfiler escolástico, impedía su lanzamiento al grito de «¡Bájame la jaula, Jaime, bájamela, bájamela!». Y, una vez allí, había de plantearse el problema más difícil de unos soldados en misión de ocupación: el problema del domingo. Un problema que, según Pemán, que vivía al lado de Rota, sólo los americanos han sabido resolver: anestesiarse con whisky para extirparse el ocio del fin de semana.

La moraleja del perejilazo es que resulta tonto hacer gestos para invitar teniendo una porra para exigir. Y ahora que ya sabemos de qué se reían nuestros socios occidentales en la chocita del Canadá -ahora que al fin entendemos las cabezadas de Piqué: a esos tipos les das la mano y hay que contarse los dedos-, el juego está en Santa Cruz, palacio, por cierto, que no está en la plaza de Santa Cruz, sino en la de la Providencia.

Ese nombre, «impropio, pero ya universal», fue un hallazgo de Víctor de la Serna, director de «Informaciones», en presencia de Alfredo Marqueríe y Félix Centeno, que buscaban para nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores un lustre periodístico a la altura de «la Wilhemstrasse», «el Quai d´Orsay» o el «Palazzo Chigi».

 

 

La Chata