domingo, 3 de octubre de 2021

Augusto y el poder de las imágenes

 


Paul Zanker

 

Ignacio Ruiz Quintano

Abc, 17 de Julio de 2002


Así tituló Paul Zanker su estudio de la iconografía de Augusto, el hombre que ya de niño había dado muestras de su poder divino: incluso las ranas lo obedecían. Consciente de la crisis terminal de la República, devolvió una identidad a los romanos a través de un formidable programa iconográfico: el Parecer frente al Ser, la política de los retratos frente a la política de las ideas. Hojearlo ayuda a entender esas imágenes de talco que nuestros cronistas espolvorean sobre esta España áurea.

A la política del Ser pertenece, por ejemplo, la imagen de la media luna en el aprisco del Perejil. «No vale la pena de un solo tiro -repiten, con suficiencia de experto, los expertos-. Es la hora de la diplomacia».

¡Ah, el terrible realismo español que tanto fascinaba a Foxá! Aquel realismo que, según Valera, hizo valorar a un cura aragonés la potencia milagrosa de un Cristo en «veinte pares de demonios». ¿Sería tan «sereno» el dictamen, si un rifeño pasado de copas hubiera cogido un pellizco de monja en el nalgatorio de la señora de alguno de los expertos? Para zanjar dudas semejantes, Augusto impuso la imagen del bárbaro arrodillado, o la manera en que los romanos se planteaban sus relaciones con los vecinos rompepelotas: una vez comprobado el poder de Roma, éstos debían venerar al pueblo dominante e implorar su «amicitia».

A la política del Parecer pertenece, en cambio, la imagen del puro presidencial en la chocita del Canadá, digna -la imagen, no la chocita- de una portada de «Cigar Aficionado». En los ambientes augústeos, ¿hay hoy un símbolo más chic del éxito que un habano humeante entre los dedos? Cada golpe de ceniza proporciona la sensación de estar desprendiéndose de un problema. De hecho, antes de lo de la media luna en el aprisco del Perejil, los españoles miraban aquella imagen y cogían aire y se decían: «¡A ver quién nos tose ahora!».

La historia del puro comenzó, como se sabe, cuando Colón prometió un jubón de seda y diez mil maravedíes al primero que viese tierra: la vio Rodrigo de Triana, que iba sobre la «Pinta», a eso de las dos de la madrugada, que no son horas para ver nada, aunque se trate de América, razón por la cual Colón no le pagó la recompensa. Descubierta la cultura del tabaco, resolvió quedarse con el estanco, y para Rodrigo de Triana fue llegada la hora de la diplomacia.

La «hora de la diplomacia» es ese truco ilusionista que, según Fernández Flórez, procede no de las cancillerías, sino del circo, y es como esos debates políticos sobre el estado de una nación a la que, poco a poco, van comiéndole hasta los rodapiés: el «augusto» se empeña en cantar una romanza en la pista y el «tonto» se opone; el «augusto» comienza a lanzar sus berridos; el «tonto» contesta con un tambor, en el que bate estrepitosamente; el «augusto» insiste; vuelve el «tonto» con un bombín de incendios y lanza chorros de agua contra su contrincante; éste no se entera; resurge el «tonto» con una viga y bate furiosamente el cráneo del «augusto»; y el «augusto» ni pestañea; el «tonto» aparece con un cañón y le dispara una granada de cartón; el «augusto» lanza las últimas notas, saluda y se marcha tan campante, como si nadie lo hubiese molestado.

Para Fernández Flórez resultaba tentador pensar que un Gobierno, dando mayor alcance a las mismas facultades, puede anunciar un día: «En vista de que se discute quién fue verdaderamente el primero que puso su planta en el Nuevo Mundo, se acuerda anular los viajes de Colón y de sus sucesores, y enviar el 15 del mes próximo un buque que descubra La Habana».

 

Aquel puro presidencial en la chocita del Canadá