Pepe Cerdá
Ayer, entre los miles de libros, catálogos, revistas, carpetas y cajas vacías que en completo desorden conforman mi biblioteca, encontré mi agenda del año 1990.
Es una agenda grande y negra, tipo dietario. Con tan sólo acariciar la cubierta, bastante sobada por el uso, me trasladé a aquel año. Mi último año de la Casa de Velázquez en Madrid y el primero de mi estancia en París.
Aquel año cumplí veintinueve años y me recuerdo sintiéndome ya muy viejo, demasiado como para empezar una carrera artística, con la sensación de llegar tarde ya a todo. Ahora, desde mis cincuenta, me parece ridícula aquella sensación, pero entonces era algo que me atormentaba verdaderamente.
Aquel año expuse en Almagro, en la galería Fúcares, en Utrecht, en la casa de España (ahora Instituto Cervantes), en Venecia, en la Iglesia de San Bartolomeo y en Zaragoza, en el Palacio de Sástago. Sólo la exposición de Almagro fue individual, el resto fueron colectivas. En la página de la agenda que reseña y recuerda la exposición de Almagro aún hay pegado con celo un cheque a mi nombre de ciento cincuenta mil pesetas firmado por el propietario de la galería Fúcares: Norberto Dotor, que nunca tuvo fondos. Me recuerdo llamándole desde una cabina de teléfonos de París para rogarle que me pagara ya que necesitaba el dinero con urgencia. Nunca lo hizo.
Aquel año, tal y como rezan las citas anotadas, pedí varias becas que no me fueron concedidas: la de la Cité International des Arts, que me obligó a desplazarme a París y presentarme ante una tal Madame Bruneau, la del Ministerio de Exteriores y alguna más.
Aquel año conseguí una habitación en el Colegio de España de París y un pequeño estudio en la Cité International Universitaire, en el Boulevard Jourdan.
Aquel año conocí a Fernando Latorre que me llevó en su coche a París, a mí y a mis trastos, y que financió mis primeros meses. Luego montó su galería, primero en Zaragoza y después en Madrid; pero entonces no era sino un amigo que vendía cuadros y que se puso de mi parte vendiendo los míos.
En la agenda que ayer encontré no hay ni un solo día en el que no haya varios propósitos, ni un solo día en el que la zozobra de la vida por vivir no se note.
Desde ahora hasta entonces hay una línea imaginaria de veintidós años.
Veintidós años vividos en la dirección marcada por las decisiones tomadas en aquel año.
Ayer devolví la agenda al montón de libros desordenados que conforman mi biblioteca, tal vez nunca más la vuelva a encontrar.
Ayer, entre los miles de libros, catálogos, revistas, carpetas y cajas vacías que en completo desorden conforman mi biblioteca, encontré mi agenda del año 1990.
Es una agenda grande y negra, tipo dietario. Con tan sólo acariciar la cubierta, bastante sobada por el uso, me trasladé a aquel año. Mi último año de la Casa de Velázquez en Madrid y el primero de mi estancia en París.
Aquel año cumplí veintinueve años y me recuerdo sintiéndome ya muy viejo, demasiado como para empezar una carrera artística, con la sensación de llegar tarde ya a todo. Ahora, desde mis cincuenta, me parece ridícula aquella sensación, pero entonces era algo que me atormentaba verdaderamente.
Aquel año expuse en Almagro, en la galería Fúcares, en Utrecht, en la casa de España (ahora Instituto Cervantes), en Venecia, en la Iglesia de San Bartolomeo y en Zaragoza, en el Palacio de Sástago. Sólo la exposición de Almagro fue individual, el resto fueron colectivas. En la página de la agenda que reseña y recuerda la exposición de Almagro aún hay pegado con celo un cheque a mi nombre de ciento cincuenta mil pesetas firmado por el propietario de la galería Fúcares: Norberto Dotor, que nunca tuvo fondos. Me recuerdo llamándole desde una cabina de teléfonos de París para rogarle que me pagara ya que necesitaba el dinero con urgencia. Nunca lo hizo.
Aquel año, tal y como rezan las citas anotadas, pedí varias becas que no me fueron concedidas: la de la Cité International des Arts, que me obligó a desplazarme a París y presentarme ante una tal Madame Bruneau, la del Ministerio de Exteriores y alguna más.
Aquel año conseguí una habitación en el Colegio de España de París y un pequeño estudio en la Cité International Universitaire, en el Boulevard Jourdan.
Aquel año conocí a Fernando Latorre que me llevó en su coche a París, a mí y a mis trastos, y que financió mis primeros meses. Luego montó su galería, primero en Zaragoza y después en Madrid; pero entonces no era sino un amigo que vendía cuadros y que se puso de mi parte vendiendo los míos.
En la agenda que ayer encontré no hay ni un solo día en el que no haya varios propósitos, ni un solo día en el que la zozobra de la vida por vivir no se note.
Desde ahora hasta entonces hay una línea imaginaria de veintidós años.
Veintidós años vividos en la dirección marcada por las decisiones tomadas en aquel año.
Ayer devolví la agenda al montón de libros desordenados que conforman mi biblioteca, tal vez nunca más la vuelva a encontrar.
“En el arte hay mucha mentira, pero también mucha verdad”