jueves, 2 de marzo de 2017

Pinga, política y piel



Orlando Luis Pardo Lazo

El fin de la caricatura está cerca cuando un caricaturista ya no puede caricaturizar. Por eso, en la Cuba de Castro, la caricatura fue el primero de los géneros en ser censurado. Por eso todos los comunistas del mundo puntualmente han desterrado (o enterrado) a sus caricaturistas. Por eso la caricatura es el género por excelencia contra las dictaduras de derecha y las academias de izquierda, valga la redundancia. Porque el kitsch político no resiste reír. Ni tampoco puede darse el lujo de que un solo individuo se ría de él, ni siquiera dentro de él. Porque quien ríe deja de ser rehén del Estado y de Dios. Quien ríe ya lleva en su alma la resistencia del Diablo, ese gran descojonador de tiranías totalitarias, con o sin propiedad privada.

La caricatura es de por sí es un género violentísimo, barbárico y cruel. Racista y bien. Xenofóbico y bien. Antirreligioso y bien. Sexista y bien. Discriminante y bien. La caricatura, pésele al apóstol que le pese, es ese látigo que no porta cascabeles ni cojones en la punta, sino cascarrabias, cascarretóricas, cascarrevoluciones.

Por eso precisamente es una caricatura: porque, en tanto catarsis, caricaturiza. Por eso es por excelencia un género tan contrahecho y contrarrevolucionario (que aquí es lo opuesto de reaccionario): porque la caricatura es un delirio deforme que deforma las mentes al despertarlas, que expone nuestros mojones materiales y mentales in extremis, que no perdona ni espera nada de nadie, y que no posee ese don exclusivo de los dictadores que es la piedad (recordemos aquí que sólo la dictadura es sincera en Cuba: sólo los déspotas son fuente y referencia de una vida en la verdad, donde se le propina equitativamente la dosis puntual de patadas por el culo al resto de nuestra sociedad, mientras nosotros especulamos solemnemente sobre cualquier otro tema).

En el caso de la Cuba de Castro, comentar sobre las caricaturas es una cuestión obscena. Y, aún peor, es penoso que se hable de una caricatura hecha por uno de los cientos de miles de desaparecidos cubanos, y que a ninguno de nosotros le convenga mencionar este delicado detalle: ¡se trata de la obra de un desaparecido cubano, coño! ¡coño, si es que estamos ante el testamento de un caricaturista cubano que tira sus piedras desde el exilio porque, pase lo que pase, tendrá que morirse sin volver a pisar su país, sin pasaporte ni demás derechos elementales, porque así se lo prohíbe a pinga y cojones un Partido Comunista en el poder desde hace más de medio siglo (un partido monopólico donde blancos y negros se funden en una sola masa amorfa de melanina para mentecatos)!

¿No hay compasión para nuestro compatriota paria por pintar con colorcitos digitales? ¿No se le puede considerar como un traumatizado de guerra, un veterano que perdió la perspectiva en esta guerra incivil de la Plaza de la Revolución en contra el pueblo cubano? Y, en definitiva, ¿cuál era el tema de su caricatura en conflicto, que el régimen de Raúl Castro asesinó a Oswaldo Payá en 2012 y que ahora igual asesina en vida a su hija Rosa María Payá (y a millones de exiliados que no pueden residir permanentemente en Cuba, ni aunque metan sus nucas bananeras en el cepo zoocrático de los Castros? 

Nooo, qué va: ¡ese nunca podría ser el tema, compañeros y compañeras! El tema de los comentaristas es la misma comemierduría de la corrección cómplice de incontables crímenes: el tema tópico es que ¡ay!, es que ahí hay dos muñequitos negros cuyas pingas bien paradas (prostituidas y bien) hacen las delicias de dos muñequitas blancas (idiotas ideológicas y bien), bajo la égida álgida del Ché Guevara y la Cuba del cambio fraude hacia un castrismo sin Castros o aún peor: con Castricos de segunda, tercera y cuarta generación (shshsh, silencio en las almas, mamis y papis, que de eso no se habla).

La hipocresía de nuestra nación debería darnos asco y apatía. Pero, ¿saben qué? Eso es precisamente lo que la dictadura cubana quiere de nosotros hoy. Una dictadura también desaparecida, por cierto, pues muy pocos en el mundo se atreven a llamarla descarnada y descaradamente así: dictadura descarnada y descarada y bien.

Así que, más que asco y apatía, los cubanos libres debemos reaccionar con compasión: pobres, pobrecitos los cubanos que se creen comentaristas culturales mientras la tiranía les ha arruinado la vida, y encima ellos aplauden desde una feria de las maravillas en La Habana, una editorial o galería europea, o una cátedra en alguna cualquiera de las mediocriversidades norteamericanas. Pobres, pobrecitos los cubanos que debaten con tantas ínfulas de justicia, a la par que paladean perversamente la injusticia mayor. Y, ¿saben qué? Ni siquiera parece importarles. Por eso una vez más debemos ser compasivos con ellos: porque son víctimas; porque cuando el castrismo colapse, ellos resucitarán como paladines de la libertad (mientras miles de oswaldopayás seguirán muertos en nuestra desmemoria).

Y es que lo negro del pueblo cubano no está ni remotamente en la piel (ese sería un tema de estadísticas etnográficas y otras tonterías de Microsoft Excel). Y es que lo negro del pueblo cubano no está en sus reverendas pingas que a toda hora sueltan el chorrazo energúmeno del esclavo, sea ante su viejo amo nacional o ante nuestras nuevas matronas internacionales (desde Irán hasta la Casa Blanca). Y es que lo negro del pueblo cubano es oscurantismo ignorante de bembitas desbocadas y lenguas muy largas, pero con las que cada cual se cuida muy bien de desbocarse o deslenguarse, por lo que nunca dicen ni media sílaba indebida de cara (ni de espalda) al poder. Por favor. Si es que lo negro del pueblo cubano reside en su insultante incapacidad de reírse en público. Lo negro del pueblo cubano es comportarse caricaturescamente como carne de carnaval, mientras corremos casi cariñosamente para convertirnos en carne de cañón de un castrismo que nos clava con su único color criminal. Por favor.

Esa es la condición siniestra de los cubanos, que es la condición siniestramente invisibilizada del socialismo cubano, que es de lo que ahora deberíamos estar todos hablando. Y disparatando. Y disparando.

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