Francisco Javier Gómez Izquierdo
Después del Barça-Valencia me quedé hablando de fútbol con los parroquianos del bar de Antonio, donde me siento tan bien como en casa y no supe que en la cadena sexta entrevistaban a Otegui. Ya saben, ese tipo que aspira a mandar en el País Vasco aportando los méritos de su carrera como terrorista y sus diplomas de recluso. Esta mañana, en la mina, mis compañeros me hablan de la entrevista a Otegui que según ellos tendría que haber visto y me apuntan lo que declaró en televisión sobre lo que hacía el día que asesinaron a Miguel Ángel Blanco. Me dicen que dijo que en la playa. El tío estaba en la playa con la familia.
Si ustedes se trasladan a aquel julio del 97, recordarán la zozobra de un país, la angustia de muchas gentes que ni siquiera eran de bien y el espanto de cualquier ser con uso de razón ante la atrocidad que se iba a cometer. Todos sabíamos lo que iba a pasar, pero un hilo de esperanza injustificada sostenía la vida de aquel joven inocente hasta más allá de las cuatro ó las cinco de la tarde. Hasta pedíamos, insensatos, que subieran a Zabarte o De Juana a Nanclares y luego ya se vería.
El 13 de julio fue sábado. En las cárceles, día de comunicaciones con los familiares. Cuentan que un preso etarra fue perseguido al salir de la celda por dos presos hasta el locutorio y que tuvo que ser salvado por varios funcionarios sobre las cinco y media. Con el tiempo, ya en libertad, aquel etarra se suicidó. Otegui, el 13 de julio de 1997, estaba en la playa. Como si no pasara nada. Como si nada fuera con todos nosotros y mucho menos con él. No me han dicho si contó en la tele el postre que tomó aquella tarde Otegui. Y si como eran los sanfermines se pidió copa y puro.
“Apareció muerto” me dicen que también dijo el aspirante a lehendakari.
Nada escandaliza. Nada conmueve. Nada pasa. Todo es normal. Ya estoy convencido de que el raro soy yo.