Pedro Romero
José Ramón Márquez
Ahora el revuelo es con Goya. El tonto antitaurino (antibostaurus sempervirens) siempre está a la gresca con su denodada lucha y una de las cosas que más puede fastidiarle en el plano artístico es la indubitable afición del genio de Fuendetodos a la tauromaquia. Es que aquí no hablamos de un artistucho de cuarta categoría que pintó cuadros para iglesias a tanto alzado, sino de una de las más fascinantes personalidades artísticas de los últimos dos siglos, explorador de caminos, iniciador de estilos, de un pintor genial en el sentido antiguo y respetable del término, cuando éste se aplicaba a los genios de verdad y no a un tío que tira las cañas de maravilla, tal y como ocurre en nuestros días.
Al antitaurino, que profesa por lo que él denomina “cultura” la misma veneración laica que por ella sentían los nazis aquellos que se solazaban escuchando la impresionante 9ª Sinfonía de Brückner a escasos metros del lugar donde se estaba gaseando a los hebreos, le estorba enormemente en su dibujo infantiloide/interesado la presencia de un auténtico genio de talla universal colocado del lado de la, para él, nefanda tauromaquia. Imaginan a un Goya devorando tofu y alimentos orgánicos que le asemeje a su ridícula concepción de un mundo basado en el principio de «viva la gente / la hay donde quiera que vas».
El animalismo va por su lado, pero tampoco podemos dejar de lado la perenne búsqueda de la novedad de los nuevos profesores, tesinandos, gentes de la Universidad. Debemos aceptar que su camino es altamente arduo, si su vocación les lleva al estudio de grandes genios. La capacidad de innovar en caminos que han sido trillados por mentes de gran altura intelectual, y citemos a Lafuente Ferrari en Goya como incontrovertible autoridad, lleva en muchas ocasiones a los investigadores a hacer el ridículo sólo por su afán en buscar novedosos enfoques, ángulos nunca vislumbrados, perspectivas novísimas. Los pobres también tienen que ganarse las habichuelas, y es justo que traten de vender sus burras a quien las quiera comprar: en este caso al estamento antitaurino tan bien engrasado con dineros de ignota procedencia internacional. En este caso lo que más puede llegar a chocar es que instituciones a las que supone cierta seriedad tales como el Museo del Prado, que es quien abrió la veda, o la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, avalen memeces de tipo coyuntural tan alejadas de la realidad, piruetas teóricas que no sólo no vienen avaladas en modo alguno por evidencias científicas, sino que son desmontadas por la pura evidencia de ver los retratos cuidadosos con los que Goya pinta a sus ídolos, al torero Pedro Romero, al ganadero Duque de Osuna, al encierro de los toros en (acaso) La Muñoza, junto a los lances de las corridas, el desparpajo de las banderillas, la luminosidad del arrastre del toro con la plaza llena de público sin recrearse en los cadáveres de los pencos corneados que quedan en el redondel. Goya exprime la vida y exprime la tauromaquia en su obra como expresión del jolgorio en el que lo elitista y lo popular se unen en un espectáculo festivo y luminoso.
Y si alguien quiere buscar, hurgando en la serie de La Tauromaquia y juzgando con honestidad a Francisco de Goya, lo que hallará es un aficionado ya mayor y desencantado. No con la tauromaquia en sí misma, sino con la fantasmagoría de la época que le tocó vivir. Les pasa -nos pasa- a todos los aficionados. ¿Cómo comparar a Pedro Romero con la actual decadencia?, diría el aragonés. ¿Cómo comparar nosotros a Antonio Bienvenida con lo que hoy se ve en cualquier plaza de toros?, diríamos hoy. Goya es un aficionado que reniega de las formas que toma el toreo cuando él es ya viejo, como hacemos casi todos, y reniega, como renegamos, de la deriva del arte de torear en épocas que no nos pertenecen. Diríamos hoy: ¿qué comparación es posible en los modos de torear entre uno del montón de los años setenta con el mejor de hoy día?
Goya no está interesado en el toreo que se produce en sus días al final de su vida, como les pasa a tantísimos aficionados -mismamente mi abuelo o a Edgar Neville se me vienen a la cabeza-, porque eso ya no es su fiesta, su gente, su estilo, su época. Por eso es que se pone a retratar lo extraordinario: la cogida del alcalde de Torrejón o la de Hillo, Juanito Apiñániz, el diestrísimo estudiante de Falces, la plaza partida… Los toros en sí, su fascinación juvenil y enamorada por ellos ya está plasmada en otros sitios: en esa escena de capea del toro del aguardiente en Carabanchel Alto. Viejo y desencantado, sólo le quedan los recuerdos más fuertes que son los que plasma de manera magistral en su tauromaquia. Y esa visión descarnada y ruda, brutal y llena de fuerza es la que completa de manera perfecta su círculo como aficionado, por más que se empeñen los ignorantes en no entender su peripecia.
Cogida del alcalde de Torrejón