lunes, 8 de febrero de 2016

Ana Romero en Valdemorillo. Buenos toros y un jamón

 El cartel

 El lío

 El paseo

 El jamón

 El pelmazo

 El Pirri

 El Guernica

 La distancia

 La atención

 La larga

 La rifa

La noche

José Ramón Márquez

1. Excusatio non petita

El hecho de acudir a la Plaza de Toros de Valdemorillo, plaza cubierta, es una simple transgresión de la norma sacrosanta que uno se ha fijado de no acudir a esos espantosos cosos en los que habitan los ecos junto a ese runrún desagradable de pabellón polideportivo, circunstancias  ajenas por completo al pacífico disfrute de la tauromaquia al aire libre, su lugar natural. Los toros son al aire libre, con sol y moscas o con frío y nieve, y estas deleznables y antitaurinas "plazas multiusos", de los cuales el uso menos usado es el de plaza de toros, con su falso confort y sus chorritos de aire caliente son tan ajenas a la tauromaquia como lo es  la deconstrucción al atascaburras. La primera en la frente, en aras de la amistad, y ya no habrá más plazas cubiertas en todo lo que resta de temporada.

2. Accussatio manifesta

Da la impresión de que ya casi nadie sabe qué hacer cuando el elemento artístico antes llamado "toro" saca, por poco que sea, los pies del tiesto. Hoy hemos tenido la prueba del nueve con la corrida de Ana Romero, que ha mandado seis galanes de buena presentación para un gache, algo flojos, afeitaditos, y con ese no sé qué que tan poco grato es a los que se ponen enfrente. El no sé qué se explica muy fácilmente con la simple constatación de que los tres coletas hoy han estado en algún momento con los pies por el aire y con la inevitable costalada que dicta la Ley de la Gravitación Universal: se da uno la vuelta chulescamente y echa a andar sin mirar para atrás pasando del toro a mil por hora y el bicho, cuando lo tiene claro, se abalanza al de oro y lo lanza a los aires a multiplicar por 9.8 el peso del torero para calcular el leñazo; otro se harta de enseñarle al toro todo lo que de truco tiene el toreo, la muleta, la pata, el movimiento... y, cuando el burel ya ha aprendido lo suficiente, engancha por la corva al enseñante y lo proyecta hacia las alturas con el susto consiguiente para la parroquia. Así los tres han andado aperreados con lo del no sé qué, que con estos  no pueden ponerse a decir que "he estado muy a gusto" o "he disfrutado una barbaridad" y esas cosas que oímos cada día a tantos y tantos toreros, porque los seis de Ana Romero exigieron en mayor o menor medida un oficio, unos conceptos de lidia, un rigor en la manera de tratarlos que ninguno de los tres matadores que tuvieron enfrente demostraron atesorar.

Hay otros indicios, como que los animales estaban perfectamente al tanto de los movimientos de las personas por el callejón y por los tendidos, como lo de mantener sus boquitas cerradas no mostrando las lenguas, como lo de rematar en tablas, como las caras de listos con esos ojillos rasgados, como lo de empujar al caballo con el rabo -en Andalucía, cola-, enhiesto, como lo de empeñarse en que no les apuntillasen así como así... Pequeñas cosas que a quien mira al toro le llenan de satisfacción porque se alejan bastante de lo de todos los días a todas las horas.  Y además el galope largo y la entrega a la muleta cuando las cosas se hacen acorde a las normas del arte demuestran que no estamos ni mucho menos frente a unos leviatanes, sino a lo que comúnmente se denomina "toro de lidia", por oposición a esas materias con las que se elaboran los sueños -frecuentemente las pesadillas- del toreo artístico, decadente signo de los tiempos.

Si hubiese que dar el Premio Nobel de la tarde, este debería ser para el cuarto, un toro con una extraña capa, cárdeno calzón bragado corrido, que desde el principio demostró su clase en la única vara que tomó empujando con fijeza, de la que acaso salió con más quebranto del necesario. El toro tenía una preciosa embestida muy de la casa, demandando la distancia larga tan querida a los santacolomeños, sin asomo de malas intenciones o ganas de aguar la fiesta a su matador. Tó pa ná.
Los matadores de alternativa que se vinieron a Valdemorillo a dar cuenta de la corrida fueron Borja Jiménez, Lama de Góngora y Francisco José Espada. Dos sevillanos y un fuenlabreño, nuevos en esta Plaza, para la primera corrida del año. De los tres el único que dijo algo fue Borja Jiménez. Fue en su primero. En las primeras tandas de redondos de la faena llevó al toro toreado y se quedó en el sitio de forma ostensible, ligando las series. Luego se pasó la muleta a la izquierda y ahí ya la cosa bajó, el torero empezó a quedarse por afuera y el toro se orientó y cuando el muchacho volvió a la diestra el asunto ya pintaba más feo. Faena a menos, pues, en la que se vio el mejor toreo de la tarde. Su segundo era el cárdeno calzón reseñado más arriba y ante la claridad y bondad de sus embestidas Jiménez puso un saco de pases ni buenos ni malos sino todo lo contrario, que una cosa es dar pases y otra es torear. Que con un toro tan noble como ése y en un pueblo Borja Jiménez obtuviese la magra cosecha de una orejilla pedida sin fuerza por veintisiete espectadores y que el toro fuese despedido por una sonora ovación da la clave del poco eco que la labor del torero tuvo en los tendidos.

Lama lleva una muleta que parece la carpa de un circo, un muletón de hectáreas cuadradas de tela con la que defenderse de lo incógnito. Lama debe pegar unos pases de ensueño cuando no esté con un toro delante; hoy, ante las más mínimas dificultades que se le plantearon el hombre optó por guarecerse en el arrimón, y reducir la cosa del toreo al cuarto de pase o a la mitad de cuarto, con muchos ¡uy! y ¡ay! del personal más impresionable. En su segundo ni siquiera se planteó esa opción: ni ahorma al toro con el capote, ni lo manda con la muleta, por lo que su tauromaquia precisa con toda certeza de la presencia frente a él del taurobobo, para que pueda expresarse a gusto.
Espada estuvo de pena en el uso del instrumento que lleva en su apellido. Tuvo frente a él dos toros de distinta condición, siendo el segundo de ellos el más áspero del encierro, ante los que no presentó argumentos dignos de ser reseñados.

El número agraciado en la tradicional rifa del jamón envuelto en papel film fue el número 7341.