Ignacio Ruiz Quintano
Abc
En Madrid, para los toros, la costumbre es quedar en el monumento de Fleming en la explanada de Las Ventas.
La sorpresa, este año, ha sido un estafermo de bronce que arrastra una talega vacía, como si viniera de tirar unos gatos al río, y en ademán, que más bien es aletazo, de parar un taxi.
Es Luis Miguel.
¿Qué trae mejor cuenta, la estatua de un gran hombre hecha por un escultor pequeño o la estatua de un hombre pequeño hecha por un escultor grande?
Ésa fue la pregunta que se hizo Camba en plena ola belenista sobre la capital, hoy reducida a la explanada venteña.
La escultura es un arte tan delicado que roza el mundo de la confitería.
Para que ese Luis Miguel no nos recordara al muñeco de una enorme tarta tendría que haber venido Fidias a cincelarle el capote. Y Bernini, el gesto. Y Miguel Ángel, la vena.
¿Cómo moldear la gracia torera –“quemaduras de Fe, toques de Gracia”–, plantada y quieta en la majestad detenida del movimiento?
Ese Luis Miguel con el capote a rastras no es Luis Miguel, sino el hombre del saco.
Dicen que la estatua estuvo en el Museo Taurino, para asombro de los paisanos de Etsuro Sotoo, el japonés que lleva treinta años haciendo “trencadís” gaudinianos en la Sagrada Familia de Barcelona. Del museo pasó a una de las mazmorras en los bajos de la Plaza, como fetiche para el meo, hasta ser rescatada para la vía pública sobre jaspes de tanatorio fabril y manufacturero.
¿Cómo la tarde del 18 de mayo del 49 pudo el hombre de esa estatua, “cuando todos estábamos boquiabiertos”, llevarse la mano diestra al pecho y luego erguir el brazo “con el índice enhiesto”?
¿Y, más catastrófico todavía, cómo pudo acomodar en sus brazos a Ava Gardner, Laurent Bacall, Romy Schneider, la China Machado, Annabella (esposa de Tyrone Power), Yvonne de Carlo o María Félix, la Doña (“una mujer de jade”) del Indio?
–El sexo –dice el pobre Mosterín– sólo es una forma cara y barroca (?) de reproducirse.