miércoles, 22 de diciembre de 2010

Vivamos todos en Isla Tortuga

Angelines o el honor de un brigadier

En esto de la tumbada de la Ley Sinde, los herederos de Mateo Morral que se emboscan en la Red han celebrado como una victoria de su piquetería cibernética lo que no ha sido más que otro efecto del miedo de la oposición a perder votos, única razón vital del político democrático. Que la jefa de los cineros quiera recaudar para sus amigos cae dentro del proceder de todo bien nacido. Que el ciberanarquismo revista de libertad de expresión su lúbrico afán por descargar, como otros descargan otras cosas en mancebías de carretera, viene a ser como advertir en Guardiola al Heidegger de Santpedor y no al muchacho impreciso que compite con Cayetano en impostura velada por el incienso de los revisteros, vendemotos ambos desenmascarados el primer día por Márquez y Ruiz Quintano. La cuestión de fondo, aquí, la formuló muy bien Coppola: “Quizá ha llegado el momento de que el arte sea gratis”. Claro que no lo decía el guionista de Mentiras y gordas, sino el tipo a quien el mundo debe El Padrino.

Uno opina que ha llegado el momento de que los artistas retornen a vivir del mecenazgo, de un industrial sensible, un banquero ilustrado o un papa sibarita. El mecenazgo es el único sistema de financiación cultural que ha legado a la historia obras de arte susceptibles de museificación. Pero es que corrían los tiempos heroicos del Antiguo Régimen, mucho antes de la instalación de ese oxímoron denominado “cultura de masas”. Pretender que las masas democráticas paguen lo que no están preparadas para valorar es un anhelo lerdo y bobamente demófilo propio de artistas como Miguel Bosé, pero no me imagino a Gian Lorenzo Bernini sacudiendo por los tobillos a un hostelero que saliera de misa de doce en Sant´Andrea al Quirinale.


Otra cosa es que no podamos resistirnos a simpatizar con los piratas, por lo mismo que nos entran unas ganas frenéticas de encender cigarrillos en los bares a partir del 2 de enero, de acudir a los toros sonriendo al animalismo portaestandartes que se hermana con Gea a la entrada de una plaza, de encimar con un utilitario anterior a Kyoto al tonto de bici que salva el planeta mientras trampea el paso de los peatones o de grafitear en Génova 13 que su alternativa de koalas hemipléjicos sólo convence a los salvapatrias mercenarios que tarifan a tanto el panegírico.

Pero esta es la España del Cromwell de Solares, donde todo lo que no es obligatorio se encuentra a pique de militarización. Dice Gistau que será gozosa la clandestinidad, porque así algunos tendremos que vivir como hombres en nuestra Isla Tortuga, donde nos rascaremos como gallos con sus espolones sin embolar, consumiremos tabaco y ron libres de impuestos y distinguiremos, inasequibles a la asechanza igualitaria, entre hombres y mujeres, listos e imbéciles, honrados y moralistas, verdad y mentira. Y que se venga también Mourinho cuando se le hinchen los co… de disertar sobre El Aleph con Jorge Valdano.