José Ramón Márquez
Avisa el Abc de que los propietarios de Jockey incorporan nuevos socios para tratar de reflotar el restaurante. Algo de esto ya se intuía. Vamos, me refiero a que ya había indicios de que el pobre Jockey andaba a trompicones, que el otro día estaba yo cenando un pato chino en tres vuelcos, como el cocido chipén, en el Tao de Jorge Juan, y en una mesa de al lado estaba, con el tres delicias y con el wan-tun frito, el mismísimo Luis Eduardo Cortés, que digo yo que, si eres el dueño del Jockey y del Club 31 -aunque lo desgraciasen con la pérfida decoración modernosa que se cargó todo el encanto del local-, no es normal que te vayas a cenar un viernes a un chino de los normalitos, que dan el menú para oficinistas por la mañana, y la fusión chino-japonesa, aprovechando que nosotros no distinguimos a unas razas de las otras, por las noches.
Cuando uno intuía que el pobre Jockey andaba de mal en peor, en seguida le dio por pensar que las garras de Arturo, el depredador de la cocina, el destructor del gusto, tenía ante sí una nueva víctima. Con Jockey se daba una de las características que Arturo persigue en su estrategia de deglución de locales: un sitio clásico, perfecto para darle el remate mediante la aplicación de sus recetas; en ese sentido, pienso en el pobre restaurante La Nicolasa, para mí el restaurante con más señorío de Madrid, en el que el tal Arturo-Cantoblanco sirve una comida que no sería presentable ni en un barucho de la N-IV.
Efectivamente, la información de Abc nos cuenta que Arturo estuvo interesado en entrar en el viejo Jockey junto con el tal Abelló, el coleccionista de arte que fue socio de Mario Conde. No se sabe por qué la operación se frustró, pero me alegro. No por el Abelló ése que nunca me ha hecho nada, sino por Arturo, del cual he sido víctima por cuestiones laborales en su buque insignia del Tiro de Cantoblanco y, en menor medida, en la antedicha Nicolasa, cuya asquerosa cocina sólo se salva por la intercesión de la señora que nos pone las copas al terminar el almuerzo, que la pobre se desvive y nos trata como a sus hijos.
En este punto podríamos decir que verdes las habían segado para el buenazo de Jockey, vetusto como Carudell, mas como Dios aprieta pero no ahoga, ahora han aparecido por ahí otros inversores dispuestos a poner las pelas y a apoyar el reflotamiento del viejo comedor y evitar que Cortés tenga que volver al Tao. Ahora han llegado con las pelas frescas un tal Toledano, que no tengo ni idea de quién es, y un Aresti, que es hermano del que custodia cual can afgano la cosa taurina de Bilbao. Por lo que le toca al primero no tengo nada que decir, pero por lo que le va al segundo auguro una buena temporada de boyantía para los revistosos del puchero que, en vez de solazarse con las humildes escudillas que acostumbran, podrán ser apacentados con mayor delicadeza ante los deliciosos servicios de callos, seña de identidad de la casa, y bajo la atenta mirada de los caballitos de carreras que numeran las mesas.
Avisa el Abc de que los propietarios de Jockey incorporan nuevos socios para tratar de reflotar el restaurante. Algo de esto ya se intuía. Vamos, me refiero a que ya había indicios de que el pobre Jockey andaba a trompicones, que el otro día estaba yo cenando un pato chino en tres vuelcos, como el cocido chipén, en el Tao de Jorge Juan, y en una mesa de al lado estaba, con el tres delicias y con el wan-tun frito, el mismísimo Luis Eduardo Cortés, que digo yo que, si eres el dueño del Jockey y del Club 31 -aunque lo desgraciasen con la pérfida decoración modernosa que se cargó todo el encanto del local-, no es normal que te vayas a cenar un viernes a un chino de los normalitos, que dan el menú para oficinistas por la mañana, y la fusión chino-japonesa, aprovechando que nosotros no distinguimos a unas razas de las otras, por las noches.
Cuando uno intuía que el pobre Jockey andaba de mal en peor, en seguida le dio por pensar que las garras de Arturo, el depredador de la cocina, el destructor del gusto, tenía ante sí una nueva víctima. Con Jockey se daba una de las características que Arturo persigue en su estrategia de deglución de locales: un sitio clásico, perfecto para darle el remate mediante la aplicación de sus recetas; en ese sentido, pienso en el pobre restaurante La Nicolasa, para mí el restaurante con más señorío de Madrid, en el que el tal Arturo-Cantoblanco sirve una comida que no sería presentable ni en un barucho de la N-IV.
Efectivamente, la información de Abc nos cuenta que Arturo estuvo interesado en entrar en el viejo Jockey junto con el tal Abelló, el coleccionista de arte que fue socio de Mario Conde. No se sabe por qué la operación se frustró, pero me alegro. No por el Abelló ése que nunca me ha hecho nada, sino por Arturo, del cual he sido víctima por cuestiones laborales en su buque insignia del Tiro de Cantoblanco y, en menor medida, en la antedicha Nicolasa, cuya asquerosa cocina sólo se salva por la intercesión de la señora que nos pone las copas al terminar el almuerzo, que la pobre se desvive y nos trata como a sus hijos.
En este punto podríamos decir que verdes las habían segado para el buenazo de Jockey, vetusto como Carudell, mas como Dios aprieta pero no ahoga, ahora han aparecido por ahí otros inversores dispuestos a poner las pelas y a apoyar el reflotamiento del viejo comedor y evitar que Cortés tenga que volver al Tao. Ahora han llegado con las pelas frescas un tal Toledano, que no tengo ni idea de quién es, y un Aresti, que es hermano del que custodia cual can afgano la cosa taurina de Bilbao. Por lo que le toca al primero no tengo nada que decir, pero por lo que le va al segundo auguro una buena temporada de boyantía para los revistosos del puchero que, en vez de solazarse con las humildes escudillas que acostumbran, podrán ser apacentados con mayor delicadeza ante los deliciosos servicios de callos, seña de identidad de la casa, y bajo la atenta mirada de los caballitos de carreras que numeran las mesas.