domingo, 7 de noviembre de 2021

De claudis non claudicantibus


 

Ignacio Ruiz Quintano

Abc


Oír estos días a los periodistas y a los doctores es llegar a la conclusión de que, con Ronaldo, el Madrid ha contratado a un cojo de apuesta: si es cojo o no es cojo. «¡Cojo de mierda!», gritaban los milaneses que acudieron a despedir al futbolista, que siempre ha dado rabia de bueno. Así es la masa, el héroe más adulado de nuestro tiempo.


En la aparición de la masa, dice Canetti, acontece un fenómeno tan enigmático como universal: «Irrumpe súbitamente allí donde antes no existía nada. Puede que algunas personas se agrupen, cinco, diez, doce, no más. Nada se había anunciado, nada se esperaba. Mas, de repente, todo está repleto de gente.» Y de gente que grita «¡Cojo de mierda!» cuando el mejor futbolista sale huyendo de un fútbol concebido no como un juego, sino como una fábrica. «Vuestros ingenieros -les decía a los yanquis el adulador Diego Rivera cuando estuvo en Detroit- son vuestros artistas.» Los artistas del fútbol italiano son sus entrenadores, y por eso Ronaldo, no sabemos si cojo, no ha dejado de correr, como todos los cojos, hasta Madrid, donde ahora los periodistas se preguntan eso, si es cojo o no es cojo, y cómo decirlo.
 

En estas situaciones, el mejor libro de estilo sigue siendo el del áulico Terrones para los predicadores de púlpito, nuestros hermanos: «Si se trae una comparación de los que se acuchillan, no se han de dar tajos ni reveses, ni abroquelarse en el púlpito. Si decimos que a Cristo llegó un cojo a pedir salud cojeando, no ha de hacer el predicador meneos de cojo.» Pensamos en Terrones pensando, más que nada, en la TV, donde sólo se habla de sucesos y de fútbol, con esos locutores «municipales y espesos» que diría Rubén y que han hecho suya la máxima idealista de que comprender todo significa glorificarlo -gesticularlo, entienden ellos- todo. Trivialidad y efectos especiales son, al fin y al cabo, la gota de leche de la cultura contemporánea.
 

Muchos cojos famosos celebró la antigüedad, decía el eruditísimo preceptor de Fray Gerundio, y citaba a su propósito el curiosísimo tratado De claudis non claudicantibus, de los cojos que no cojearon. «Pero, meo videri, en mi pobre juicio todos los cojos antiguos y modernos fueron cojos de teta respecto del cojo de ...» Y aquí, hoy, no hay más remedio que poner el nombre de Ronaldo, que, si es cojo, no cojea, aunque la leyenda de su pierna sobrepasa ya, en España como en América, a la de la pierna de Ojeda, el más guerrero de los compañeros de Colón, vencedor de los caribes y bautista de Venezuela, donde una flecha envenenada le atravesó el talón.
 

Ojeda, «hermoso de gesto, la cara hermosa y los ojos muy grandes», calentó una espada al rojo vivo y se atravesó con ella la herida, que siempre lo molestó para combatir. Su tumba está en el primer convento fundado en América. La leyenda refiere que, cuando lo desenterraron, la losa de piedra le rompió la pierna a un obrero, y que su estatua yacente salió de la fundición sin una pierna, teniendo el escultor que fundir una pierna aparte. «El crack juega con una pata», dice un titular de Ronaldo, que juega con una rodilla operada. Con esa misma operación, Oti Rodríguez Marchante, que iba para centrocampista de brega, tuvo que dedicarse a la crítica de cine, que es una actividad menos frenética que le permitirá contraer matrimonio en octubre.
 

Ronaldo, pues, sería, si lo fuera, un cojo único, pues la fatalidad no lo ha vencido y añade a su excelencia el encanto de lo patético. Y al excluirse, por la cojera, de la esgrima, se ha transformado en un tirador experto. Como Byron.