lunes, 9 de marzo de 2020

VACANZE ROMANE (Sé de qué huyo pero ignoro lo que busco) 1. Prólogo

Stendhal (1783-1842)
 
Jean Juan Palette-Cazajus

«Arrigo Beyle, milanese. Scrisse, amò, visse». Es decir: «Henri Beyle, milanés. Escribió, amó, vivió». Henri Beyle era la verdadera identidad de Stendhal. La inscripción en italiano –hasta el propio nombre de pila–  grabada sobre su lápida parisina, ilustra el proverbial amor al «bel paese» profesado por el autor de La Cartuja de Parma. Son muchas sus crónicas y relatos de viajes transalpinos. No fue el único. Secularmente, muchos escritores titularon sobria y genéricamente «Viaje a Italia», cuando no «"El" viaje a Italia», el relato de su experiencia. Desde el marqués de Sade hasta, valga una breve muestra a voleo, Charles Dickens, pasando por  Chateaubriand, Goethe, Alejandro Dumas o Teófilo Gautier. Porque durante siglos se vino pensando que el simple viaje a Italia despertaba las potencialidades expresivas y sensitivas  de quienes lo efectuasen. El genérico título lo usó también el gran Michel de Montaigne que viajando estaba por Italia, entre 1580 y 1581, cuando le informaron, en Roma, de que había sido nombrado alcalde de Burdeos y debía regresar a ocupar su cargo. Los autores citados eran efectivamente «viajeros». Es decir que la duración de sus nada confortables periplos no solía bajar de un año. No tenían más remedio que empaparse de los paisajes, de las cosas y de las gentes. Yo, en cambio, a finales de enero, fui un «turista». De la peor y más trivial especie. De modo que bastará con el título de la insípida comedia de William Wyler, en 1953, que tanto hizo para entronizar y ritualizar los tópicos del turismo romano, para titular mi estancia en la Ciudad eterna.

Canaletto. El Coliseo. Roma

Nos albergamos en un apartamento alquilado a través del polémico Airbnb. Eso sí, fuera del centro histórico. Pero no dejó uno de convertirse en el didáctico ejemplo de aquel turismo de masas cuyas lacras trataba -tartufo- de señalar, el pasado verano, en algún capítulo de unas crónicas más errabundas que ecológicas. Este dietario sólo intentará enunciar, paliar y expiar tanta contradicción. Antes de empezar convendrá situar un poco las cosas. Interiormente configurado por dos culturas, la francesa y la española, mi triángulo ideal siempre se completó con un tercer vértice que era la cultura italiana. La cual le proporcionaba el necesario punto de fuga a esta construcción perspectiva. Cerrada trilogía latina que daba claramente la espalda a la dominancia anglosajona. Reticencia evidenciada hasta hoy por mi contumaz desencuentro con la lengua de Trump y Boris Johnson. Eran muchos años sin ir a Roma. No resulta grato confesar que las razones fueron principalmente económicas. Alterno mi residencia entre Madrid y una morada transpirenaica. Uno necesita vitalmente ir de vez en cuando a París, aunque menos de lo que quisiera. Todo ello basta para superar las exiguas capacidades de autofinanciación. De modo que Roma llevaba muchos años eliminada de las partidas presupuestarias. París tiene el carácter de una ciudad evidente y necesaria que le convierte a uno en cómplice del esfuerzo de  supervivencia ética y estética de cierta historia moderna, mientras Roma sería tal vez el suntuoso palimpsesto estético de las culturas antigua y católica. De París comparto en general los valores políticos, filosóficos y vivenciales que la estructuraron. Se constituye como una necesidad nutricional. De Roma, de las Romas, asumo las herencias. Pero también Roma representaba una necesidad nutricional y por ese lado me encontraba en situación de carencia proteínica. Ni Roma ni París pueden ser hoy en día otra cosa que un pretérito casi perfecto. Asumiendo que «perfecto», en gramática, alude al carácter inexorable y definitivamente cerrado del pasado. Por cierto: tuve que esperar a este viaje para enterarme de que ambas capitales estaban hermanadas desde el 30 de enero de 1956. Bajo el siguiente y muy sobrado eslogan, digno de dos viejas cortesanas conscientes del pasado esplendor: «Sólo París es digna de Roma, sólo Roma es digna de París».

Diego Velázquez.Jardín de laVillaMedicien Roma

Estas Vacanze romane, totalmente imprevistas, fueron el resultado de una generosidad sororal que me obligó a rebobinar mentalmente muchos recuerdos de cara al inesperado reencuentro. En una película de 2013, dirigida por Paolo Sorrentino, La grande bellezza, un turista japonés muere en el Gianicolo fulminado ante tanta bellezza. Era un guiño irónico del director a lo que se conoce en psiquiatría como el síndrome de Stendhal, así bautizado a partir de las hiperestésicas descripciones emocionales que salpican los citados relatos de viajes del autor de Rojo y Negro. La frase canónica la escribió tras visitar la iglesia de Santa Croce en Florencia: «Había llegado a ese punto de emoción en el que coinciden las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados [...], me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme». Ciertamente en París, el intelecto no deja nunca de gobernar mis emociones. El tipo de emoción particular que siempre me embargó al llegar a Roma era muy diferente. Se situaba efectivamente dentro de la síntomatología del síndrome de Stendhal, entre el exceso casi culpable de la fruición estética, el peligro de la saturación  y la cuestión heideggeriana de la eigentlichkeit, de la autenticidad ¿Y si todo aquello sólo fuera, pues eso... Commedia dell arte?

Gaspar Vanvitelli,elCastellSant Angelo,1736
 
En el tren que nos llevaba de Fiumicino a la parada de Roma Tuscolana entendí que la percepción de la ciudad iba a efectuarse de forma muy distinta a las anteriores. Las visitas precedentes las había efectuado una persona cuyas neuronas estaban demasiado programadas en modo historia del arte. Uno era entonces un visitante, sin duda no del todo inculto, pero encerrado en el ghetto, o en el espejismo, de la Grande Bellezza. Euforizado por la sobreabundancia de los estímulos estéticos y por ello carente de perspectiva, voluntariamente indiferente a la necesidad del punto de fuga realista que sólo proveen las ciencias prosaicas y sobre todo la luz contundente de las cifras. Esta vez las barriadas, de no muy buena cara, cubiertas de pintadas, que se iban densificando según nos íbamos acercando a la urbe, bastaban para recordar que la metrópoli actual tiene 3 millones de habitantes y ocupa 1285 km², mientras la Roma medieval era un poblacho donde, mal contadas,  tres decenas de miles de habitantes vegetaban entre ruinas, ovejas, vacas y sangrientas rencillas civiles; mientras en el apogeo de la Roma papal y barroca, a mediados del siglo XVII, la ciudad apenas llegaba a los 120 000 moradores. Con altibajos constantes al ritmo de las vicisitudes históricas y económicas. Ocupada por las tropas napoleónicas entre 1809 y 1814,  Roma, entonces «ciudad francesa», bajó hasta los 112 000 residentes. Apenas llegaba a los 200 000 cuando fue designada capital de Italia, en fecha tan tardía como 1871. En el último siglo y medio la cifra de habitantes se ha multiplicado por 15. Durante los días siguientes entendería claramente que Roma ya no estaba en Roma, que la Roma histórica bien poco tenía que ver con la de los romanos.


Muralla aureliana
 
La plazoleta ajardinada a la salida de Roma Tuscolana lucía degradada: césped ralo , barandillas oxidadas, cemento leproso. Nos separaba del apartamento una buena caminata de 25 minutos por culpa de una curiosa geografía del barrio. Pero fuimos andando, a modo de primer contacto y pese a la llovizna que caía, por calles de edificios fatigados y muy pintarrajeados por grafiteros locales aparentemente muy productivos. Era media tarde del sábado y había poca gente en la calle, la mayoría de procedencia inmigrada, sobre todo latinoamericana y del subcontinente asiático. Aceras en mal estado y omnipresencia de los pequeños comercios sintomáticos de la presencia migratoria: locutorios, tiendas de móviles, de comestibles, peluquerías. Por doquier contenedores desbordantes de basura. Aquello ya sin sorpresa: sabía que Virginia Raggi, la joven alcaldesa de Roma por el movimiento Cinque Stelle venía efectivamente estrellándose contra la corrupción y las metástasis mafiosas de las  empresas y servicios de recogida de rifiuti. Según caminábamos iba mejorando la calidad de las viviendas. El acceso a nuestro edificio es grato:  respetables peldaños y doble portón de madera barnizada, con placas de latón.


San Juan deLetrán y Palazzo lateranense

Anochece pronto en Roma. Son poco más de las cinco y media de la tarde y ya es casi de noche cuando salimos a la calle. Paseo tranquilo de veinte minutos hasta la plaza de San Giovanni in Laterano. Conocía mal esta parte de la ciudad. Grata sorpresa antes de acceder a la plaza: tropezamos con le Mura Aureliane, la muralla aureliana, construida entre 271 y 275 d.C, que delimitó el último perímetro de la Roma antigua. Dos torres muy restauradas enmarcan, a la izquierda, la pequeña y primitiva Porta Asinaria. A la derecha está la posterior y renacentista Porta San Giovanni que traspaso con cierto sentimiento de solemnidad: esta vez sí que estoy entrando en Roma. Plaza dilatada, irregular, asimétrica, colmada de semántica histórica. Romana pues. No solamente la imponente fachada dieciochesca de la primera basílica mayor de Roma sino también la renacentista Logia de las Bendiciones, el adyacente palazzo lateranense, el batisterio, los claustros, el obelisco egipcio con su fuente e incluso, al otro lado de la plaza, la supuesta Scala Santa, venerada por los especialistas en ascensiones de rodillas. De modo que sobreabundancia visual al primer toque y primeros síntomas del Síndrome de Stendhal.
 
Tras pedir consejo local, terminamos cenando a un paso de nuestro apartamento en una trattoría popular, ruidosa y abarrotada. Somos los únicos guiris. Domina el dialecto romanesco. Aquí no se «mangia» sino que se «magna» (pronúnciese «maña»). Casi ninguna frase sin el «¡Ao!» inicial de las comedias de  Alberto Sordi. Mi italiano, tan académico como oxidado, suena marciano. Hemos caído  en el antro de los tifosi de «la» Roma (aquí los equipos son femeninos). El local está pintado con los colores de la squadra que son los de la ciudad...y del Imperio Romano: porpora e oro antico. Pedir una carta de vinos parece desplazado. Trasegaremos, sin despeinarnos, el litro de la romanesca y muy digna frasca della casa.

Roma