Pinos y TermasdeCaracalla
Jean Juan Palette-Cazajus
Tenemos el autobús 628 en la puerta de casa y va a mostrarse un medio inmejorable para acceder prácticamente a todos los destinos de nuestro programa mínimo. Pronto me doy cuenta de que delante de nosotros se acerca la Muralla Aureliana. En el momento de franquearla me da tiempo a darme cuenta de que se prolonga a la izquierda hasta donde alcanza mi vista. Es que de los 19 km iniciales subsisten todavía 12,7, cifra bastante asombrosa sobre todo si consideramos que siguió cumpliendo su cometido defensivo hasta el tercer tercio del siglo XIX. Las tropas italianas que entraron en Roma el 20 de septiembre de 1870, arrollando la resistencia más bien simbólica de las tropas pontificales, lo hicieron tras abrir una brecha en la antigua muralla (hay fotos en Wikipedia), a 150 metros (queremos creer que para preservarla) de la Porta Pía decorada en su momento por Miguel Ángel. El arco bajo el cual el autobús ha traspasado la muralla aureliana es la antigua Porta Metronia. Cuenta Baroja: «Hemos [...] bajado por un sitio en donde se levanta una muralla con arcos, bajo los cuales algunos mendigos han hecho chozas con latas de petróleo. Por allí hay un merendero que se llama “Ostería di Porta Metronia”». Era difícil hallar nombre más adecuado ya que actualmente sus accesos quedan bastante deslucidos por las vallas y las casetas que indican las obras del Metro, la interminable prolongación de la línea C. Al otro lado de Porta Metronia se abren los espacios abiertos y arbolados que van de las Termas de Caracalla hasta el Circo Máximo.»
Sta Ma in Cosmedin
Paisaje abierto, animado a trechos mediante el teatral decorado de las ruinas pero constantemente inspirado y puntuado por la inefable presencia de los pinos romanos, tan justamente llamados «pinos sombrilla» en francés. Aquellos expresionistas acentos, agudos, graves y circunflejos, parecen colocados por un paisajista. Los pinos romanos invocan siempre la quimera soleada, pictórica y ática que suscitó el ensueño de los viajeros durante siglos. Heme aquí sentado entre jubilados, «casalinghe» que van a hacer la compra y peruanas cuidadoras de ancianos, duramente sacudido por el traqueteo del 628 sobre el imposible adoquinado romano. Los pinos de Roma siguen despertando en mí el ansia pura e infantil de traspasar el más allá de un amanecer dorado, marmóreo y civilizado. Algo parecido a un cuadro de Claudio de Lorena.
Sta Ma in Cosmedin
Columnas romnas
Bajamos en la parada «Bocca della verità». Durante siglos nada separó la bucólica Santa María in Cosmedin de las fiebres, las crecidas y el bullicio del Tibre. Hoy se interponen los malecones y más aún el tráfico, denso, ruidoso e incesante. Claudio de Lorena pintaba mármoles y amaneceres áureos. No habría sabido pintar ni el barro ni las fiebres traídas por el río. Tampoco la interminable manada motorizada actual. El extraño nombre, «Cosmedin», vendría de la época en que la pequeña basílica pertenecía a una orden monástica griega. Hoy la Santa Sede la ha atribuido al culto griego-católico melkita al que pertenece, ahora que me acuerdo, una vieja amiga libanesa. Todavía no he tenido tiempo de quedar abrumado por el peso de los porfirios barrocos y sin embargo el alma se me aligera cada vez que entro en una de estas basílicas paleocristianas, como San Clemente o la presente, con el sugestivo mensaje antiguo de sus hileras de columnas. En Santa María in Cosmedín también todas las columnas son romanas antiguas, diferentes pero perfectas. Austeridad paleocristiana y suprema elegancia arquitectónica. En cuanto al hermoso pavimento «cosmatesco» parece que fue traído de la primitiva basílica de San Pedro, derruida para levantar el nuevo proyecto de Bramante y Miguel Ángel. La amena y sencilla fachada con peristilo parece original. Por supuesto que la habían «barroquizado» en su momento. Se volvió a «primitivizar» a finales del siglo XIX.
Templo de Hércules olivarero
El espectáculo que se desarrolla en el peristilo merece la atención. Allí está el disco pétreo de la famosísima «Bocca de la verità», expresiva talla del siglo I, no se sabe bien si fuente o tapa de cloaca en origen. Quedó definitivamente secuestrada por el fetichismo turístico a partir de una conocida secuencia de las ineludibles «Vacanze romane». Hay triple cola para meter la mano. Cola densa y tan seria como en la ventanilla de Hacienda. La mayoría son asiáticos con cara de quien se dispone a cumplir un deber religioso, pero hay también alguna familia italiana al completo y el desfile es ininterrumpido. Cruzar la calle en medio del denso tráfico no resulta sencillo para ir a saludar los dos templos miniatura que ocupan el espacio ajardinado casi enfrente de la iglesia. El primero es períptero, o sea circular con altas y esbeltas columnas corintias acanaladas, el otro jónico y rectangular con columnas también acanaladas. Yo diría que el primero es femenino y el segundo masculino. Sé que las oscuras raíces semánticas de semejante opinión serían cuestionadas por las feministas radicales. Con el primero, el circular, también tengo mi vieja «querencia». Ni recuerdo cuando y cómo entró a formar parte de los hitos memoriales que me conectan a Roma. Si los dos nos han llegado en tan excelente estado es porque, impepinablemente, habían sido convertidos en miniiglesias como lo muestran cuadros y grabados, particularmente dos de Piranesio. Otro mérito es su pertenencia a los pocos vestigios del último período republicano. Uno intuye aquí, a bote pronto, entre el arte del período republicano y el imperial, la misma diferencia que entre el Renacimiento y el Barroco. En ambos casos el aura del período anterior quedó apagada bajo la saturación formal y material engendrada por la incertidumbre histórica e intelectual. Los dos templos formaban parte del amplio espacio portuario, difícil de imaginar hoy en medio del tráfico rodado, desbordante de actividad desde la antigüedad romana hasta casi finales del siglo XIX. El rectangular estaba dedicado a Portunus, la divinidad portuaria. El circular se considera hoy dedicado por los mercaderes de aceite a su patrono, Hércules Olivarius. Antes se creía que era un templo de Vesta y así lo cita Baroja en algún momento de «César o nada».
Isola Tiberina
Por detrás del templito períptero se accede al «Lungotevere», a las orillas del Tíber. La leve subida muestra bien los cambios urbanos que han vuelto la zona ireconocible. Había tres o cuatro inundaciones catastróficas por siglo. En tiempo normal las aguas traían habituales pestes y fiebres como lo observa Stendhal durante su última estancia en 1827. El escritor alude en más de una ocasión a la tez amarillenta y a la cara enfermiza de labradores y menestrales. Son tan numerosos los cuadros y grabados que reproducen o idealizan aquellas orillas naturales que debe considerarse que la domesticación del río cerró definitivamente, tras la antigua, la segunda fase de la historia de la ciudad. Por alguna observación que hace Baroja parece que los malecones que hoy lo encauzan no estaban del todo terminados hacia 1910. En todo caso, desde aquí, la «Isola Tiberina» tiene hoy un aspecto bucólico, recoleto y otoñal. El ambiente es sorprendentemente tranquilo y provinciano y todo incita a relajarse en la dulzura de aquella mañana de enero. Cuesta pensar que la mole impertinente del Vittoriano o la Plaza del Capitolio están a solo 600 metros andando. Tras cruzar el Lungotevere nos metemos por lo que fuera el antiguo ghetto.
El Ghetto
Cuando uno piensa en las desgracias acaecidas a los hebreos durante los siglos, Roma no es precisamente la primera ciudad que nos viene en mente. Pero las historia de los judíos romanos es bastante siniestra a poco que uno se asome a ella. Creado por el papa Paulo IV Carafa en 1555, el ghetto recluyó a los judíos y los obligaba a llevar, ellos un sombrero cónico amarillo, ellas un velo también amarillo. La lista de sus humillaciones y sufrimientos es bastante espeluznante. Perduró hasta 1847 la «graciosa» ceremonia anual durante la cual el rabino de Roma rendía homenaje a los ediles romanos, antes de recibir una patada en el culo por parte del primero de ellos, el llamado «caporione». Solo desapareció el ghetto tras la toma de Roma en 1870. Se dice que era judío el oficial que mandaba la batería que abriera la ya citada brecha en Porta Pía. Delante de la Gran Sinagoga, levantada en 1911, y el museo hebraico hay en permanencia – nueva tradición europea – un coche de policía. La sinagoga da a la «Vía catalana». Me intrigó el nombre. Descubrí una web en catalán que me dio la explicación. El nombre vendría de la próspera comunidad romana de los «jueus catalans» que había emigrado a Roma a partir de la segunda mitad del siglo XIV, acusados, entre otras cosas, de ser causantes de la Peste negra antes de huir también de los terribles pogromos del año 1391 en los reinos de Castilla y Aragón. Estábamos comprobando una vez más que lo que solemos calificar como pintoresco es el estado actual de los asentamientos humanos que padecieron en la historia, en los casos en que no llegaron a desaparecer del todo. Pero a los barrios como a las personas, todavía se les nota cuando en algún momento de su vida las pasaron canutas.
Ghetto y estratos de la historia