Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Salvo que el nuevo decreto de humanidades establezca otra cosa, la democracia ha sido inventada dos veces: una en Grecia y otra en Occidente.
La primera constitución escrita de Europa desde la antigüedad fue la polaca, que al hilo de la revolución americana propugnaba la soberanía popular, la separación de poderes y la responsabilidad de los ministros ante el parlamento, ideas, por cierto, que Catalina de Rusia encontró tan disparatadas para 1791 que en 1792 ordenó a los rusos que invadieran Polonia.
Y la última constitución escrita, siquiera en el momento de redactar estas líneas, es la nuestra, que dentro de unos días cumplirá, Dios mediante, veintidós años, y a la que anualmente consagramos, como si de un texto sagrado se tratara, un día festivo que al final siempre encaja como un tétrix en algún puente. En este panorama histórico-festivo, la verdad es que ver a los españoles —y con los españoles, al ministro de Cultura de Cuba— impartir lecciones de técnica democrática a los americanos que todavía recuentan papeletas en la Florida constituye un espectáculo tan enternecedor como el que podrían proporcionarnos, por ejemplo, los socios del Numancia, en el supuesto de que a estos les diera por explicar a los socios del Real Madrid la emoción que produce el dominio en la Copa de Europa.
En esta discusión la palabra clave es, al parecer, «decadencia», tras de la cual tampoco hay otro soporte razonable que la segunda ley de la termodinámica: el enfriamiento progresivo y la caída sin fin en un inerte desorden ha sido y es, en palabras de Octavio Paz, nuestra Trompeta del Juicio Final. En el caso americano, estaríamos ante una orquesta en la que todo el mundo puede tocar. ¿A qué llamamos «americanismo», sino a la combinación —agitada, no mezclada— de utilitarismo, como idea del destino humano, e igualdad en lo mediocre, como norma de la proporción social?
Harold Bloom, que nos dice cómo leer y por qué, ve con desazón que George W. Bush, «el menos distinguido alumno de Yale», pueda ser el presidente de los Estados Unidos: «Será la primera vez que tengamos a un padre y a su hijo como presidentes desde John Adams y John Quincy Adams. Ésa es la medida de nuestro declive, de los Adams a los Bush.» Aplicado al cetro, el argumento tiene la belleza intelectual de la lógica, pero aplicado a la letra, también, ya que, puestos a buscar muestras de un declive, qué duda cabe de que musitar desmayadamente un «¡De los Thomas Paine —quien siempre se negó a aceptar dinero por lo que escribía— a los Noam Chomsky!» o un «¡De los Poe a los Bloom!» son expresiones de extraordinaria melancolía para un espíritu sensible.
Los americanos presumen de saber que si la libertad significa algo, significa el derecho a pensar, que consiste en el derecho a leer cualquier cosa, escrita en cualquier parte, por cualquier hombre, en cualquier tiempo. Ahora la pega está en que, de los motivos que hay para leer, el placer y la ostentación, Bush carece, en efecto, de los dos. Como sea que también carece de la natural envidia del analfabeto hacia los que saben leer porque leen, no le ha importado confesar que no experinenta placer alguno con la lectura, y esta condición lo preserva de la tentación de andar por ahí como nuestra ministra, la que lee a Monterroso: «Empecé el cuento del dinosaurio el fin de semana, pero, con tanto ajetreo, voy por la mitad.»
Pero incluso los hispanistas americanos que han pasado por Madrid para hablar de Ortega insisten en que Bush, el hijo de Bush, tiene que leer, y a ser posible a Ortega. ¿Por qué exigir a los políticos lo que nadie exige a los periodistas? Yo no acabo de ver la relación de la letra y el cetro. Carlomagno, el hijo de Pipino, era un patán que no sabía leer ni escribir, y, sin embargo, como emperador, fomentó el renacimiento literario. Aznar, en cambio, que gusta de las recitaciones poéticas a cargo del conde de Montecristo (PepeMartín) en ese rincón francés que es La Moncloa, no consigue que nuestras letras despeguen hacia el Siglo de Oro que nos habían prometido.
Pepe Martín de Edmundo Dantés, el conde de Montecristo,
luego recitador en la "bodeguilla"de Aznar en La Moncloa
¿A qué llamamos «americanismo», sino a la combinación —agitada, no
mezclada— de utilitarismo, como idea del destino humano, e igualdad en
lo mediocre, como norma de la proporción social?