La resistencia al dolor en la lona y el aguante de los lóbulos auriculares sometidos a la caída maciza de unos aros de oro donde Gervasio Deferr podría perfectamente hacer el cristo
Jorge Bustos
No creo que sea casualidad. Que llegue a mi buzón la nueva tarjeta
sanitaria el mismo día que comienzo mis clases de boxeo. Quien no atisbe
ahí el sarcasmo anticipatorio de lo providencial nunca se ganará la
vida con el tarot ni vale tampoco para manufacturar en la tele esa risa
en lata que hace llorar a los payasos genuinos.
¿Cómo llega un hombre a la decisión de aprender a boxear? Y bien
mirado, ¿cómo no hacerlo? Todo varón civilizado debería revolotoear como
las mariposas y picar como las avispas, en palabras de Alí.
El boxeo era el deporte preferido por los focos clásicos y modernos de
la civilización –Grecia e Inglaterra–, pero en España hace tiempo que
Prisa separó lo civilizado de lo tribal, y si los toros han caído en el
primer cedazo –Dios sabrá por qué–, el boxeo fue arrojado extramuros de
la ciudadela cultural del Plus, donde es el llanto y el rechinar de
dientes, pese a que España acumula muchos más cinturones de gloria púgil
que anillos de la NBA. A uno lo llevaron a ver su primer combate Ignacio y Gistau,
que también boxea, quizá porque el pugilato comparte los códigos del
buen columnismo. Una velada en la Cubierta de Leganés te descubre un
inframundo fascinante –a mí me recordó a la lonja de bajura de Vigo
cuando los marineros vuelven de faenar a las tres de la madrugada– donde
la valía humana se mide sencillamente por la abultada tensión de unos
bíceps, la turgencia agresiva de un escote, la resistencia al dolor en
la lona y el aguante de los lóbulos auriculares sometidos a la caída
maciza de unos aros de oro donde Gervasio Deferr podría perfectamente hacer el cristo.
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