Orlando Luis Pardo Lazo
Mil novecientos setenta y ocho en Cuba fue un año espectacular, mágico.
El país estaba en guerra por todo el planeta, con más de medio millón de nacionales conquistando los cinco continentes a nombre de la Revolución Cubana.
Guerrillas, terrorismo, guerras regulares, sabotajes, invasiones, golpes de Estado, recolonización del Tercer Mundo. El imperialismo cubano parecía venir de todas partes y hacia todas partes ir.
Fidel Castro no paraba ni por un instante. Era un ciclón insomne, insolente. Fue su mejor época, la más feliz. Tras la cual se avecinaba otra década que comenzaría y terminaría en catástrofe, sin escala desde el Puerto del Mariel hasta el Muro de Berlín.
Es lo único que le agradezco al castrismo, que nos hiciera sentir romanos. Todos los caminos llevaban a La Habana. Los cubanos nos convertimos en el epicentro de un poder hegemónico liberador. No éramos indios, muchos menos subdesarrollados. Éramos Europa. Éramos la Corona. En lugar del “caudillo de la hispanidad”, contamos con el del internacionalismo proletario.
Entonces se organizó el XI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes en la capital del Sur global (todavía no se hablaba en esos términos). Pero la inauguración no fue en la Plaza de la Revolución sino en El Coloso del Cerro, el estadio de béisbol construido en 1946 por nuestro provinciano capitalismo cubano, en una de esas demacradas democracias con que la República nos sorprendía de vez en cuando.
Por si no te has enterado, el Latinoamericano, fue, es y seguirá siendo el estadio con más capacidad de espectadores en toda la Tierra. Digan lo que digan las estadísticas, dentro de esa mole azul de concreto caben más de 60,000 seres humanos. Yo fui uno de ellos, hasta que me fui.
Aquel verano vital, cientos de aviones volaron a finales de julio a la Isla. Muchos de ellos, debajo de su carga de estudiantes vírgenes, ávidos de enamorarse, traían parque militar de alto calibre, incluidos explosivos y cohetería.
Por suerte, no ocurrió ningún accidente en el aire. Y no fue por la pericia de nuestros militares, sino porque, permítanme repetirlo, habitábamos en una época espectacular. Mágica.
Ahí fue cuando conocí el término de “pizarra humana”. En 1978 ya yo iba a la escuela y estaba bien familiarizado con las tizas y las pizarras. Pero esto era muy diferente. En la pantalla de mi televisor, la pizarra humana parecía respirar, sincronizada o con desfasajes, mucho mejor que cualquier animación actual.
Una patria de píxeles, siglos antes del boom digital. Allí, debajo de los cartones de colores, estaban reconcentrados los cuerpos de nuestros queridos padres. Allí, algunos de ellos, se enamoraron de por vida hasta el día de hoy (si la muerte fue amable con ambos). Y no sería de extrañar que, allí mismo, algunos de nosotros hubiéramos sido concebidos, durante los interminables ensayos que duraban hasta la madrugada.
La juventud bullía. En las calles cubanas, durante meses hubo las llamadas recogidas para limpiar las calles de jóvenes locales. Para reeducarlos a golpes de ideología y electroshocks. La cultura nacional había sido completamente secuestrada por el Partido Comunista de Cuba, que recién se había dado una Constitución a imagen y semejanza de su Primer Secretario. Y en las ergástulas languidecían miles de prisioneros políticos, con cadenas perpetuas la mayoría, que bien pudieran considerarse todos plantados.
Pero nada de esto importaba. A la juventud sólo le importa el privilegio de su ebullición.
Era verano y su sed rompía las distancias y se confundía, andando, con nuestra sed, mientras sus alientos se alzaban hasta tocar el sol en busca de una nueva flor.
Era julio de 1978 y nadie se iba a morir, menos entonces, cuando sus pechos velaban nuestro descanso y nuestro andar desataba sus canciones, tal como sus luchas se abrigaban en nuestro corazón al ritmo unánime de una sola voz.
Porque, por supuesto, aunque éramos niños, también ya éramos los hombres y mujeres que arruinarían el futuro fósil de la Revolución.
Aunque carecíamos de imaginación, teníamos sueños que tejerle al mar con la mansa estrella de la libertad. Y, si aún te queda memoria, este lunes de otoño recordarás la belleza de aquella flor que había que encontrar más allá, siempre más allá, donde el verso iba a ser la paz que crece.
Como crecerían tus manos, al volar lejos de mis manos. Como mil gaviotas que al volar dejarían atrás el verde olivo del viento, el sol socialista del archipiélago, y hasta el amor a rajatabla con que los cubanos pronto escaparíamos de los cubanos, para ganarnos el pan y el verso lejos de la patria. Como diez millones de gaviotas que nunca iban a volver desde el otro lado del mar.
De algún modo, los jóvenes de entonces todavía siguen allí, sentados a la espera del récord Guinness que nunca fue, junto a los más de 60,000 espectadores, fueran prójimos o internacionales, que esa noche de gloria iluminaron el estadio.
En 1978, la inauguración del XI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes en realidad tuvo lugar en Pompeya. Sobre las ruinas restauradas de una civilización anterior.
Tras la foto de familia que nos hicimos con el flash fascista del fidelismo, una generación entera se hundió en el vacío cuando sintió una especie de opresión en los pómulos y la garganta, que es el síntoma más certero de la angustia existencial.
Entonces se dieron la mano, tal vez, y trataron de quedarse muy juntos, para cuando el águila de la historia pasara y se posara por fin en el lunes 13 de noviembre de 2023. Seamos piadosos. Ellos, antes que nosotros, hicieron lo que pudieron para amarse y ser inmortales.
Además, fueron los últimos cubanos en intentarlo. Allí, en las gradas del colosal cadáver del Cerro, no se sentarán los cubanos que aún queden. Perdieron su casa. Perdimos sus casas. No se los digas a ellos, mi amor, pero hace mucho que la pizarra humana es una pizarra fantasma.