BONIFACIO
Turner, 1992
Ignacio Ruiz Quintano
TRES
Candelada gitana II
Los pintores vascos siempre habían sucumbido al hechizo que producen los violentos claroscuros de las cuevas de los gitanos. Gómez de la Serna vio a Echevarría pintar gitanas “en que retenía el garabato de la extraña raza, otras gitanas que las gitanas de nadie, gitanas verdaderamente agitanadas”. Regoyos retrató en Pamplona a un gitano que compraba los caballos muertos en las corridas de toros para traficar con la piel y la manteca, y lamentó que no lo hubiera conocido Delacroix. Cañabate ha contado cómo Zuloaga, que había querido ser torero con el mote de El Pintor –“daría todos sus cuadros por una buena faena de muleta”–, hablaba con los gitanos en caló. Y Bonifacio, en noches febriles de alcohol y tablao, se ha preguntado si no habría sido él un gitano feliz.
En la carretera de Dos Hermanas, Bonifacio es guarda de noche y maletilla de día, alternando el desecho de tienta con el carretón. Trajina medio a oscuras en el patio del Matadero, entre el Cerro del Águila y la Ciudad Jardín. Una noche, en ese patio empedrado de adoquines y atestado de boñigas, se somete Bonifacio a la prueba del valor. “Ahora te soltamos un becerro”, le dijeron, pero Bonifacio, engañado por el miedo y por las sombras, vio salir un toro cornalón que se quedó plantado en los medios y que, por más que lo citaba, sólo daba cabezadas. Era un manso cargado de cazcarrias, aunque ahora, para la pandilla, Bonifacio se había ganado el privilegio de ser tratado como “uno de los nuestros”.
Los personajes de este patio de Monipodio eran Urbano, un cincuentón que todavía soñaba con ser matador de toros; Benítez, un banderillero con fantasías; Curro Chaves, hijo de Chavito, que sería picador de Litri; Manolo Navarro, Navarrito, hijo de un banderillero de Belmonte, novillero efímero en los últimos veranos del cuarenta, que tendría tiempo de armar un taco en Madrid antes de desvanecerse; El Vaquero, lleno de cicatrices, que hacía herejías con los toros en el campo, y que luego, en las plazas, se descomponía por un misterioso terror que le producía la vista del público; Paco Ruiz, que sería banderillero de El Cordobés, “y que me quitó la novia, y encima, me dio una paliza en una pensión de la calle de Hernán Ruiz que costaba cinco pesetas, que era lo que yo ganaba recogiendo algodón”; y El Legañas, un chiquilín con cara de lezna del que Bonifacio no había vuelto a oír hasta hace unos días, cuarenta años después, cuando Salvador Távora, y en una chamba de la conversación, le contó que el chiquilín con cara de lezna al que Bonifacio y su cuadrilla habían adiestrado en el arte de coger el capote se llamaba Diego Puerta, nacido para la historia del toreo con un toro de Miura de nombre Escobero en la Feria de Sevilla. Era del barrio de San Bernardo, y vistió su primer traje de luces en 1955, en Aracena.
Bonifacio hace su primer paseíllo en Villarreal, en 1947, como banderillero de José María Recondo. Tiene catorce años. En Sevilla ha conocido a Salvador Távora, que se convierte en su padrino. Con él despacharía algunas corridas, pero Távora desaparece de los ruedos, y Bonifacio no lo vuelve a ver hasta que un día, en el Price madrileño, lo reconoce haciendo cante, renovándose una relación que siempre había sido familiar.
Entre tanto, Bonifacio se ha hecho novillero, y en 1950 se presenta con picadores en San Sebastián. Lo apodera el que lleva los caballos de los Chopera, cuyas influencias en el mundillo son imprescindibles para firmar corridas, y así logra firmar una docena de novilladas, por las que al final no cobrará ni un duro. A medias entre el preciosismo y el tremendismo, su estilo no está bien definido, aunque en ningún caso recibe Bonifacio la peor censura que le pueden hacer a un torero, que es decirle que su faena ha sido vulgar. La canalla da culto al valor, y se ha dicho que en el ruedo Bonifacio es valiente como un tejón.
Tenía Bonifacio por costumbre rematar de espaldas las series de muleta, y una tarde, en la plaza de Bilbao, lo enganchó en pleno remate un novillo de Alipio Pérez Tabernero, lanzándolo dos veces al aire y corneándolo finalmente contra el suelo.
“¡Lo ha matao!”, un grito que venía de las gradas de sol, es lo único que ahora recuerda Bonifacio de aquel instante, cuando vio toda la vida en el último minuto, igual que los suicidas. La cogida, gravísima, lo mantuvo en cama durante tres meses en la Clínica de San Antonio, en San Sebastián, y al salir del hospital Bonifacio pudo convencerse de que aquella mala tarde de Bilbao había acabado con su carrera de matador de toros.
–No era por miedo –dice–, ahora que lo pienso. En los toros, lo que da miedo es vestirse de torero, no las cornadas. Claro que, en mi caso, como reflejo de la cornada, por ser donde fue, parecía que andaba escondiendo el culo, y así no se puede salir a una plaza.