domingo, 28 de agosto de 2022

Remembranzas trevijanistas XVIII

 

Martín-Miguel Rubio Esteban

Doctor en Filología Clásica
    

El jardín de la casa de Somosaguas de Antonio estaba dividido en dos partes; en una, la más extensa, cuidada por un jardinero marroquí, estaba situado un jardín versallesco, en donde la naturaleza era domesticada de modo impecable, a fin de crear lo más perfectamente posible el artificio de una belleza ilustrada, humanista, palaciega, y en la otra parte, en los márgenes de la finca, Antonio dejaba que la naturaleza hiciese a su antojo su propio jardín, una belleza salvaje, pero auténtica. Todos los días Antonio paseaba quince minutos por esta selva inspiradora y hermosa. Con ello conseguía mantener un perfecto equilibrio entre la cultura y la naturaleza, entre la natura y la nurtura, entre los libros y la experiencia, entre la erudición y la sabiduría natural, entre su ser adquirido y su ser esencial.

Desde el Gorgias, de Platón, todo pensamiento fuerte de raíces políticas es un pensamiento moral, y la salud del alma pública su objetivo primordial. Por ello, cuando decimos que Pasiones de servidumbre es un producto de las Ciencias Morales, lo estamos a la vez definiendo como un tratado político. Pero no sólo el pensamiento político de García-Trevijano es platónico en ese sentido teleológico (el triunfo de la Idea del Bien), sino que su propia naturaleza arranca del viejo Platón de Las Leyes. Pues si el Platón de la República creía que tras un meticuloso y complicado proceso de educación y selección se podía conseguir gobernantes que asegurasen la felicidad de los ciudadanos de la pólis, el viejo Platón, tras largas y dolorosas experiencias personales, ya no confía en esa bondad adquirida de los políticos, y pone ahora como única garantía del bienestar y la salud moral de la ciudad a las leyes y a sus creaciones institucionales. De la bondad singular de la persona del político se pasa a la bondad innominada de las leyes y las instituciones impersonales. Y ello no es otra cosa que la aceptación de Platón, al final de su vida, de las reglas del juego democrático. Son las reglas y las formas políticas quienes garantizan la libertad de los ciudadanos, y no el comportamiento “profesional” del político, por bien educado que esté. El mismo Aristocles nos señala en el Libro IV: “A los que ahora se dicen gobernantes los llamaré servidores de las leyes, no por introducir nombres nuevos, sino porque creo que ello más que ninguna otra cosa determina la salvación o perdición de la ciudad; pues en aquélla donde la ley tenga condición de súbdito sin fuerza, veo ya la destrucción (“phthorán”) venir sobre ella; y en aquella otra, en cambio, donde la ley sea señora (“despótês”) de los gobernantes y los gobernantes esclavos (“doûloi”) de esa ley, veo realizada su salvación y todos los bienes que otorgan los dioses a las ciudades” (715c-d).

Más aún, que yo sepa, Platón es el primero que propone curar la “enfermedad de los reyes” (“basiléôn nósêma”); es decir, la propensión de todo poder político a abusar y a extralimitarse, dividiendo el ente del poder político en tres partes (“mían ek triôn”), de suerte que el propio morbo connatural de cada poder, al entablar combate por el espacio político con los otros dos “trozos” (ramas, branches, etc.) hermanos en su ansia extralimitadora, sea la mejor garantía de la libertad de los ciudadanos (692c) –desde luego, todo pensamiento universal puede ser reducido a una edición comentada de las obras platónicas
.

Pues bien, de esta misma idea platónica participa la República Constitucional, y, entre nosotros, su máximo corifeo, Trevijano, quien en esta mencionada obra nos expresa su infinito optimismo institucional, el optimismo de uno de los hombres más optimistas que he conocido: “Pero la democracia institucional es posible. Basta con cambiar el sistema electoral y separar los poderes del Estado. Basta con dar a los ciudadanos el derecho de elegir a sus representantes de distrito y de nombrar o deponer directamente a sus gobiernos. Basta con prohibir legalmente el escandaloso cinismo de que hombres o mujeres de un mismo partido, y de una misma elección, sean a la vez legisladores, gobernantes, jueces, administradores, consejeros jurídicos y auditores del Estado” (pp. 192-193).

El viejo Platón ya no ve en el filósofo o en el pensador al gobernante ideal que viera en su madurez, sino que se contenta con que el filósofo sea, siguiendo a su maestro Sileno como nunca, el ciudadano con una afilada conciencia crítica que vigila estrechamente al gobernante para denunciarlo en el momento en que su poder actúe sin imperativo legal. Y ese Platón pudo haber escrito lo que nuestro Trevijano señala en sus Pasiones de servidumbre: “El filósofo no piensa en el poder político, sino en la forma de no hacerlo socialmente temible o peligroso. Habla del poder pensando siempre en la libertad de los que no quieren o no pueden tenerlo. Está dominado enteramente por la pasión de la libertad política colectiva” ( pág. 234 ). Los filósofos en el anciano Platón constituyen un cuerpo llamado “Consejo Nocturno” (¡cómo fragua la noche el sueño del amanecer libre!) que vigilarán la observancia de las leyes más por parte de los gobernantes que por parte de los gobernados. La virtud que radica en el hombre es el fin del Estado, y el Consejo Nocturno actual es la Prensa.

Para Trevijano un verdadero revolucionario –y él se autocalificaba como un revolucionario de la libertad– debe levantar el pasado, resucitar a los muertos de la patria y convocarlos, activar la Historia, para que todo lo que fuimos trabaje también con nosotros, codo con codo, en la gran empresa revolucionaria. Y para ejemplificar esto contaba muchas veces la misma anécdota.

“Tras la Revolución de Octubre, Trotski fue un día a visitar a Lenin que estaba en esos momentos instalando su despacho en el Instituto Smolny, un antiguo colegio para mujeres de la alta sociedad a las afueras de San Petersburgo, creado por Catalina II, el caudillo más ilustrado que ha tenido Rusia, con el fin de enseñar a las altas damas todas aquellas cosas que debían saber en sociedad. Cuando Trotski, el primer Ministro de Asuntos Exteriores del Régimen Soviético, entró sin llamar en el despacho de Lenin, vio a éste subido en una silla clavando una punta en la pared.


¿Pero qué andas haciendo, camarada, subido en esa silla?

 

He clavado esta punta en la pared detrás de mi silla para colgar ese cuadro. Tráemelo, Lev.
 

Anda, pero si es el zar Pedro I.
 

Así es, camarada. Acabamos de formar el primer gobierno revolucionario, y debemos convocar a todos los grandes Manes de nuestra historia. No se puede hacer ninguna empresa grande sin el apoyo activo de la tradición.”



La anécdota, ya digo, la contó Trevijano cientos de veces para subrayar la importancia que debe tener la Tradición como faro en cualquier acción revolucionaria. Coincidía en esto el maestro con Eugenio D´Ors. Aunque demócrata, Antonio siempre admiró, lo mismo que Bertrand Russell, la egregia inteligencia y capacidad de análisis de Lenin.

[El Imparcial