martes, 23 de agosto de 2022

Lo de Dolores Aguirre en Bilbao, donde todo lo tiene que poner el toro. Márquez & Moore

 

José Ramón Márquez

Al hilo de la corrida del domingo pasado en Bilbao, retorno de la ganadería de Dolores Aguirre a la arena negra tras diez años, que si veinte años no eran nada para Gardel imagina lo que son diez, la mitad de nada, saltando de la crónica puntual del festejo, que a estas alturas a nadie puede ya importar, sí que se puede urdir un pequeño comentario de tres o cuatro cosas que se vienen a la cabeza, por enredar.


Lo primero, la Plaza. A los que somos carne de cañón de Las Ventas llegar a una Plaza limpia, pintada, decente y cuidada nos produce una envidia malsana e irreprimible. Tengo amigos que al tiempo que se sacan el abono de Madrid se ponen la vacuna antitetánica, con el consiguiente cargo para las arcas de la Seguridad Social, porque no se fían de que un refilón con esos hierros oxidados que ornan Las Ventas, o un tropezón con la gymkana de objetos absurdos dispuestos por los pasillos, de los que el toro enano disecado –el toro Julián- es parte destacada, pueda ser lo que burla, burlando, acabe llevándoles a la tumba.
 

Lo segundo, el toro, que por algo pone en los carteles eso de “Plaza de Toros”, y aunque en idioma vizcaíno digan «zezen», que es más como de mosca que de ungulado de lidia, el toro ha sido la seña de identidad de una Plaza que siempre fue de toro grande y poderoso, cuando Bilbao estaba flanqueada por esas fábricas de la margen izquierda, por esos altos hornos y esa épica del hierro, y que ahora con su Museo hecho de titanio a cascoporro, guardado por un perrito hecho de flores, ha mutado en lo de siempre, en la cosa de juampedreo, de los toreznos hechos de florecillas, y apenas mantiene, en el alfa y en el omega algo de lo que fue, dejando la responsabilidad del toro a la Señora, doña Isabel, y a los Hermanos Miura. En puridad ésa es la auténtica Semana Grande de Bilbao taurino: dos tardes en las que todo lo tiene que poner el toro.



 Damián Castaño


Y al hilo del trato al toro, choca bastante que en corridas organizadas por buenos aficionados, como la de la Peña Tres Puyazos en San Agustín de Guadalix o, más recientemente, en Cenicientos, Plaza de tercera categoría, se respete de manera tan atenta lo referido al tercio de varas, tratando de dar ese espectáculo al público, y que mientras, en Bilbao, Plaza de primera categoría, se produzca el deplorable descalzaperros de varas que se produjo el otro día, sin orden ni concierto en el desarrollo del primer tercio, que el único que estuvo a la altura de las circunstancias fue Santiago Morales, Chocolate, de gris plomo y oro, demostrando lo bien que monta y cómo hay que echar el palo hacia adelante cuando el toro viene arrancado.


Por alguna circunstancia derivada de la dirección del viento o de las especiales condiciones de la Plaza, acaso construida mirando los anfiteatros que Roma hizo por todo su territorio, que no hicieron uno en Bilbao porque cuando los romanos aún no había llegado don Diego López de Haro a la vera del Nervión, nos fue dado escuchar de manera íntegra la retransmisión que Rafael González Amigo, de caña y azabache, le fue haciendo a Román desde la boca del burladero, esa narración de puro realismo mágico, esa exacerbación interior del buen peón glosando los desaciertos de su matador como atinadas victorias, apuntando desde su certeza lo que había que ir haciendo, vitoreando los momentos cumbre y, a mi entender, molestando más que ayudando a su patrón con sus santas consejas, costumbre de lo más extendida entre el peonaje contemporáneo travestidos en epígonos del radiofonista Matías Prats Cañete: no hacen a derechas su trabajo de brega pero a cambio le regalan al matador varios sacos de consejos que nadie necesita.

 
De los toreros, digamos que el rostro de Bolívar y las canas que peina le están transformando en una serigrafía de Domingo Ortega y que incluso el inicio de su faena a su segundo, agarrado a la barrera, apuntaba en esa orteguización.


Damián Castaño confirmó lo que viene mostrando por ahí: que está en un buen momento, que se va cuajando como torero de oficio y ahí está como prueba su decisión para sobreponerse al toro y literalmente robarle los muletazos en dos emocionantísimas series por la derecha a su primero, Carafea, número 15, una buena lección de sólida lidia. Román no pudo sacar su cosa bullidora y tampoco vio claro lo de las cercanías. O sea que sin la emoción ni el desparpajo y con el peón dándole una turra de ésas que sólo se pegan a las cinco de la madrugada con muchas copas, no hubo forma de centrarse.


El ganado, en lo que debe ser. Metiendo miedo, exigentes y planteando problemas, que para eso están, y es lo que de ellos se espera. Con mejores lidias y con mejores varas habrían dado, con certeza, mejores resultados, pero ellos están para que las gentes se quejen de que si no meten la cara, de que si no ayudan, de que si miran mucho, de que si se enteran de lo que se dejan atrás… Al pobre toro se le exige todo en 15 minutos y para el torero, que lleva en eso desde que le salieron las muelas, todo son paños calientes.


Matías, el Presidente, ahí sigue. ¡Resiste, Matías!

 


Santiago Morales Chocolate