El autor con Bonifacio y la galerista Julieta García Ochoa
BONIFACIO
Turner, 1992
Ignacio Ruiz Quintano
UNO
Nació en San Sebastián, y tiene la pura sencillez que sólo se da en los genios, aunque, al verlo venir con su cara de cárcel, podría pasar por uno de esos tipos magros, estaférmicos y de ojos hacia dentro que según Gómez de la Serna suelen darse en Palencia, Burgos y Albacete, y que, además, gastan uno de esos nombres propios que Unamuno guardaba en su cartera porque son los que los castellanos ponen a los niños para que de mozos no les pongan un mote.
El nombre, como la bondad o la honradez, no hace a los hombres más interesantes, pero, si ya resulta extravagante que un continente tan grande como América deba llevar el nombre de un ladrón, también parece raro que un artista tan irreverente como Bonifacio haya de cargar con el nombre de un mártir que padeció en Tarso bajo el poder de Diocleciano, o el de un papa usurpador al que Giotto, con un retrato, y Dante, con los tres libros de la Divina Comedia, rescataron del olvido, si el olvido hubiera sido lugar para un príncipe de la Iglesia en cuyo anillo dicen que moraba un espíritu maligno al que sacrificaba uñas y cabellos.
Lo bueno de llamarse Bonifacio es no sentir jamás esa necesidad industrial de tener que hacerse un nombre.
Con ese nombre, Bonifacio no ha tenido que recurrir ni a las corbatas ni a las metáforas para arrancarle pelos al lobo de la notoriedad. Bonifacio, así, ha puesto el talento en su vida y el genio en su obra: cuando la vida parece el infierno, él es el diablo; cuando la obra parece el diablo, él se ríe sardónicamente, que es como se ríe Merlín, y no esos torpes amantes del moderno folletín español.
Bonifacio, como el diablo, tiene más de vagabundo que de cautivo. Se corta poco el pelo, que es limalla de hierro, y tose tanto por falta de leche como por sobra de tabaco.
Bonifacio es vasco por su soberbia para sobrellevar cualquier cruz que no vaya en menoscabo de su exacerbado sentimiento de dignidad, pero es español porque, como dirían en la Argentina, necesita la zeta para toser y para decir las eses, eses como aquéllas que el poeta Verhaeren, en su viaje a la España negra de la mano del pintor Regoyos, leyó en los pasos procesionales de Azpeitia: Cristo padesió por pecadores sinco mil asotes.
No es un descreído, Bonifacio. Supo perder la fe sin quedarse con la culpa, y así salvó su alma de muchos y religiosos incendios. En el arte, profesa la fe del carbonero, y en el amor, se deja llevar: “…porque es sarna y no afición / amor que se pega y come…”, como en los versos de Quevedo, cuyo pesimismo burlón, el pesimismo español, impregna a somormujo la anarquía viril de Bonifacio.
Para pintar un cuadro, son imprescindibles mucha suerte, unos cuantos tragos y un tarro de palomina. Hay que mirar largamente las cosas y tirarles, de golpe, un manotón. Así pinta Bonifacio: como Argos, es el pastor de los cien ojos; como cualquiera de los siete ángeles trompeteros del Apocalipsis, extiende por la tela con la violencia de su toque diversas calamidades, pero en esta negrura no hay que ver la predestinación de los degenerados, aunque sus amigos, al encararlo, se hagan cruces.
Serge Faucherau, Comisario de Exposiciones del Centro Pompidou, cree que Bonifacio “es una especie de hechicero”, y en este hechicero Antonio Saura admira “al pintor capaz de sacrificar una obra atractiva y de dar sin traicionarse un salto hacia nuevos caminos donde el milagro y el desastre atisban por igual”, mientras Severo Sarduy se pregunta de qué grutas, de qué día, siempre retraído y letal, emanan los extraños claustros de Bonifacio, “pintor del libro de España, del drama celestinesco de la hispanidad”.
Y un día, en uno de esos catálogos con olor a barajas usadas que conserva, Bonifacio declara que le gustaría llegar a realizar una obra en la que el público se sintiera tan burlado y agredido, tan deformado y ofendido… “que a la media hora me dejara la sala vacía”.
El arte, se ha dicho que decía Picasso, ha sido siempre quedarse con los otros, burlarse de ellos… (“Eso hizo el Greco, eso hizo Goya y eso he estado yo pretendiendo con mi pintura, que se fuesen, que dejasen de pretender ver lo que había, y no he conseguido nunca que se marchen.”)
La pintura de Bonifacio es inexplicable, porque los ojos sólo ven lo que están habituados a ver, y allí, la oscuridad, enamorada de la luz, se ha apoderado de su reflejo.