domingo, 18 de julio de 2021

San Isidro en Glasgow

 

Abc, 15 de Mayo de 2002


Ignacio Ruiz Quintano

 

Mayo y Madrid, toros y goles. La tauromaquia: moralmente, indefendible; artísticamente, inatacable. Y el fútbol: moralmente, inatacable; artísticamente, indefendible. ¿Dónde están los tapices goyescos sobre la matanza del córner o los romances lorquianos sobre la medialuna del área? El «fútbol pasión» que venden el As y el Marca es tan anacrónico como el «amor pasión» que vendía Sthendal. Porque el fútbol, lo mismo que el amor, comienza siendo una pasión que termina convirtiéndose en una técnica, tal que la del Madrid para coleccionar Copas de Europa.

Como mito ejemplarista, Zidane hace hoy las veces de Don Juan. Zidane, igual que Don Juan, vale más si sabe que lo miran. Y a Zidane lo miramos todos porque, para el mirón que todos llevamos dentro, el fútbol es la manera más sencilla de proporcionarse una emoción por cuenta ajena. ¿Cómo evadirse esta noche del partido de Glasgow? El Madrid se juega la novena Copa de Europa, que es un número espléndido: en Oriente, la magnificencia se expresa con nueve regalos.

De lejos, esos alemanes del Bayer parecen fuertes y veloces. «Energía igual a masa multiplicada por la velocidad de la luz.» Con esa fórmula diabólica fue posible descrear al mundo —destejer al Universo como un cestillo de gitanos, que decía Foxá—, y es natural que a Del Bosque se le ponga cara de abominable hombre de los lunes de tanto cavilar para contrarrestarla. Sus dudas deben de ser terribles. ¿Rombo o doble pivote? ¿Guti o Morientes? Morientes es grande. Guti es pequeño. Los pequeños, más ligeros, son mejores para centrocampistas. Los grandes, más estatuarios, son mejores para maridos. Etcétera.

La grandeza del fútbol consiste en pagar por un espectáculo sin saber los nombres de los actores. Esto, que en los toros —y no digamos en el cabaret— constituiría un motivo muy serio de alteración del orden público, produce en el fútbol un aura de expectación suprema de que se valen los entrenadores para procurarse los seis elementos dramáticos que se requieren para la eclosión de una importancia. Y no es señalar al entrenador del Madrid, que ya la tiene: pasarán diez años, y la posteridad recordará a aquel señor tan modesto que convirtió a Casillas en el suplente de un César algo Borgia, por el veneno de los balones que le caen. Sea el detalle castizo que ayude a recrear en el Hampden Park la romería de San Isidro. ¡San Isidro en Glasgow!

Romeros de Madrid y boticarios de Leverkusen. La anarquía y el individualismo meridionalrd frente a la disciplina y la cohesión septentrionales. El plan merece un himno, pero, como no lo tenemos, habrá que desahogarse con un chotis, que, miren por dónde, es escocés. También dicen que Aznar ya ha puesto en marcha a sus rapsodas. No sé. El último que se ocupó del asunto fue Franco, que dijo a Pemán: «Usted, Pemán, que hace versos, ¿por qué no le hace una letra a la Marcha Real?»

Habíamos tenido a un almirante de maniobras en el Japón que el día de la despedida, a la hora de los brindis, no tuvo más remedio que arremeter con el «Corazón Santo / Tú reinarás». Franco no quería exponerse a más improvisaciones, y Pemán le sirvió la composición que concluye: «Gloria a la Patria / que supo seguir / sobre el azul del mar / el caminar del sol.» Este tamborileo de acentos agudos —seguir, azul, mar, caminar, sol— siempre le pareció a Pemán un hallazgo, pero no se logró que lo cantaran más que unas cuantas escuelas primarias.

Ahíto de copas y ayuno de himnos, el español, al final, sólo es un hombre perplejo: el murguista que toca por su cuenta porque en lo más serio de la sonata pierde el compás.