Andrea Tirado
La Jornada, México
Nunca una sola, La Habana tiene modos de multiplicar la mirada y cada visitante tiene la suya que contar de tan afamada ciudad y su gente. En ella, se dice, el tiempo está en pausa y, acaso por eso, no deja de generar encanto y sorpresa. En esta crónica hay algo de ello.
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También vi a una gallina degollada en la esquina de una calle; su cuerpo aún se movía y mi hermano me explicó que se debía a los reflejos musculares. Convencida de que era algo relativo a la santería le conté a mi padre. Al principio no me creyó, hasta que en la siguiente esquina vimos a los santeros a punto de decapitar a otra gallina.
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Vi también a un pelícano sobrevolar el mar cerca del malecón, seguramente buscando –como todos– algo de comer. Le regalé mi botella de agua a una viejita que me sonreía a la distancia, con una sonrisa honesta y chimuela. A otro anciano le di unas barritas de manzana y él, además de su sonrisa, me regaló una flor de buganvilia que conservé en el cabello.