Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Contra el guirigay de Colombine en el periódico global, que aboga por que el Socorro Rojo de la abuela Carmena se haga cargo con nuestro dinero del cierre del Café Comercial, me adhiero a la solución liberal de Hughes:
–¡Que pongan un chino!
Un fumadero, como el que frecuenta Robert de Niro en “Érase una vez en América”, con vistas a las piernas de la glorieta de Bilbao, gloriosas al decir de Berlanga, que se sentaba allí a verlas pasar, recorriéndolas con la mirada como recorrió con la cámara las de Bárbara Rey, que no se acababan nunca.
Colombine pide al Socorro Rojo una barra para viejas. Por “la gran actividad social de los viejos, más aún de las viejas”, dice, a juego con esa cosa tan “punk” que oferta nuestra Constitución, que es el compromiso del Estado en la diversión de los abuelos, como eran los viajes de viejos de Bono, el Azaña de La Mancha, a Benidorm.
–¡Acabemos con la política de café, plaga del gobernante! –exclamó un día, desde el banco azul, Azaña, quien nunca había hecho otra cosa.
Tampoco el Comercial era el Pombo de Ramón Gómez de la Serna, a quien la abuela Carmena quitará la calle no se sabe si para hacer un hueco al marido de Colombine. En el Pombo no entraron jamás ni las cañas ni los ajos ni las gambas (las gambas representaban el modernismo, lo tránsfuga y lo pueril, el bar).
Pombo aparte, nuestra cultura de café es la del resentimiento, y esto lo dice Marañón, que discutió con Unamuno a propósito del español como “monstruo del Café”, manantial inagotable de resentimiento.
–El hombre de la calle –dice el doctor, socialdemócrata “avant la lettre”– hace la historia, y el del Café, la envenena.
Ramón, el descallejado, sale en defensa del resentimiento de ese hombre del Café (el único Café que queda en Madrid es el Ayuntamiento). Lo ve como al forjador de nuestra cultura, y la razón es que ese hombre siente su propia miseria y que ésta hace su grandeza.
Vamos, como para no cerrar el Comercial.