Ignacio del Río
Retrato
Francisco Javier Gómez Izquierdo
La huida del infierno que es Córdoba en julio, este año fue precipitada e incierta. Al padre le atacan males inmisericordes y para empeorar el panorama se partió la cadera en el tránsito de la cocina al salón. Uno, que es hijo a la antigua, se ha creído en el deber de enseñar a andar a un hombre al que recorrer el camino que va de la Iglesia de Gamonal a la plaza que un día fuera la campa donde fuimos felices con un balón de cúrtix, va a constituir un alegrón para la familia.
Este julio no ha habido Demanda, ni caminatas, ni comilonas... ¡bueno!, era pecado no probar el lechazo y fuimos al Azofra, donde mejor lo asan en Burgos, con permiso del Ojeda. El abuelo fundador, al que quien suscribe le llevaba las cervezas San Miguel en los comienzos del socialismo felipista a una taberna de San Amaro frente al actual restaurante, aún recuerda aquellos tiempos en los que debíamos esperar mientras acababa de matar los extraordinarios hijos de la oveja churra y me saluda efusivo. Me dice que a su hijo le han llamado de ¿Los Ángeles? para que enseñe a asar el cordero, pero cree que sin materia prima no va a haber tu tía.
-Allá son ovejotas grandismas.
El Azofra y dos o tres ratos más de asueto... pero no se por qué extraña coincidencia y con todas las horas del mes disponibles me ha dado por releer al Baroja de La lucha por la vida y he recordado cómo los marianistas nos acercaron a lo que fuimos, somos y seremos obligándonos a “trabajar” con La Busca y Luces de Bohemia en aquéllos años setenta donde Max Estrella, Latino de Hispalis y los anarquistas éticos morían de hambre y orgullo.
Por entonces, en Burgos, de vinos por Las Llanas -la de Arriba y la de Abajo-, teníamos un auténtico bohemio que vivía en Ubierna, donde los molinos del Cid y muy cerca de La Piedra, el pueblo de Pik. Ignacio del Río era nuestro Valle Inclán sin barba, rebelde y ácrata. No veíamos sus cuadros, pero con decir que era pintor y que venía de París ya nos parecía que estaba por encima de todos los burgaleses. Además bebía vino como nosotros y hasta estuvimos a punto de admitirle en nuestra cofradía Ambrosía, pero nos parecía, con perdón, que al artista le sentaba mal la bebida, no como a nosotros, que nos daba salud y mucha conversación.
El pintor marchaba de Burgos, pero siempre volvía... porque no podía vivir sin el Espolón, las Llanas y el barrio de Las Huelgas. Nosotros empezamos a apreciar sus cuadros. Yo, a mi manera, porque no tengo educación, ni sensibilidad, ni capacidad para disfrutar con la pintura, pero creo que era un artista de mucho talento.
Durante toda la tarde del último día de San Ignacio, gallos de muchos colores bailaban en las páginas de ese cuento, para mí genial, de Juan Rulfo que andaba entre un rimero de libros caótico que mi hermano Carlos tenía en su habitación de dibujo.
El gallo lisiado de Dionisio Pinzón, el pregonero de San Miguel del Milagro, enía los colores y la fiereza de los gallos de Ignacio del Río, que tanto me habían cautivado y que ya nunca se apearon de mi frágil memoria. Ignacio, aquél que en los 70, no sabíamos si era como Max Extrella o como Latino de Hispalis. ¿O lo mismo daba? Para mi, fue Valle Inclán sin barba.
Creo que cuando La Caponara murió en la ruinosa timba de Juan Rulfo, Ignacio del Río exhaló su último suspiro. ¡Qué maldita coincidencia!