miércoles, 18 de septiembre de 2013

Jamón, jamón




Ignacio Ruiz Quintano
Abc

    En esta rumba alrededor de un jamón que es la política española, la rumba la pone Cataluña, y el resto de España sigue poniendo el jamón, mas no por mucho tiempo, pues los buenistas de Bruselas quieren prohibir la castración porcina, secreto del jamón, jamón, aunque esos melones supongan que el jamón no es más que la pata de un cerdo cuando la estira.

    No sé ustedes, pero yo, Gobierno, iría a la guerra del cerdo.

    Primero, por el patrimonio cultural: perdería sentido aquella receta culinaria de la Pardo Bazán que arrancaba: “Se coge un cerdo y se le castra…” Pero luego, por el “entreverao”.

    Por menos del “entreverao”, en 1860 estalló en la frontera estadounidense con Canadá una guerra del cerdo que era de las patatas: las que sembraban los gringos, se las comía un cerdo canadiense contra el que disparó un granjero, a cuyo acto respondió el gobierno británico enviando un buque de guerra.
    
Los británicos aman tanto al cerdo que, en vez de comerse sus jamones, sólo se desayunan sus pancetas, mientras discuten, como hacían Huxley y el primer ministro Gladstone, sobre la verdad de la religión cristiana, que para ellos se reducía a la cuestión de si los cerdos gadarenos (Marcos 5, 1-19, y Lucas 8, 26-39) eran de un judío o de un gentil. Si de un judío, no hay caso, pues no podía criar cerdos. Si de un gentil, meterles el diablo en el cuerpo para hacerles correr cuesta abajo hasta el mar constituye una injerencia injustificable en un bien privado, y estamos hablando de dos mil cochinos.
    
Vivimos en una sociedad bastante idiota. Ken Hom, el chef del wok, quiso enseñar a cuarenta alumnos a sacrificar un pollo: “Veinte se me desmayaron y los otros veinte me denunciaron.”

    Los pollos vienen de París, y los cerdos, de Bruselas.

    Visto así, cuando Carlo Ancelotti dice que la matanza del cerdo es su mejor día del año me suena a corazón zíngaro de Nicola di Bari y a bella sin alma de Richard Coccianti a la vez.