Mercutio calificó el partido como novillada, y la verdad, se quedó corto. El festejo quedó deslucido en el calentamiento: a Bale se le gripó un motor y tuvo que retirarse a boxes sin que el respetable pudiera apreciar las maneras de su nuevo juguete por el verde del Bernabéu. Su lugar lo ocupó Alarcón, quien volvió a caminar por el balcón del área rival durante todo el partido. Aunque más que balcón, el malagueño hace de esa zona su spa particular, ejerciendo de trequartista en su más pura expresión: la música del partido corre por él como una poderosa fuerza telúrica surcando El Escorial, y la velocidad encuentra en sus pies el segundo de orientación necesario para desbocarse hacia la portería contraria como la carga al galope de unos húsares napoleónicos. Isco Alarcón es como el botón de slow motion del Madrid de Ancelotti, quien, hombre inteligente, se apoya en la herencia recibida para desfogar el futurismo de Marinetti tan intrínseco a este equipo de bisontes. El Getafe anotó el gol del honor cuando el Real aún se estaba desperezando: agradable detalle de los visitantes, quienes de esta manera pudieron aprovechar los últimos minutos del choque para hacer las compras de rigor en la megastore Adidas del Bernabéu. Los 75 primeros minutos se pasaron en las botas de Illarramendi, quien se movió entre bastidores con el aplomo de un general carlista en el sitio de Bilbao. El rubicundo mediocentro vasco parecía llevar diez años en la élite del fútbol internacional, tal es la seguridad con la que se posiciona y el pragmatismo con el que juega. Siempre al trote, con la frente alta y la pelota cosida al empeine, Illarra imanta el balón y el tempo del partido, ofreciendo a sus compañeros el tiempo oportuno para desplegarse en torno suyo y abriendo líneas de pase tan limpias como la calva franciscana de Zizou. Mientras Asier guardaba el fuerte, Di María corría de un lado a otro con sentido y sensatez. Es una noticia alentadora que el argentino recupere la mejor versión de sí mismo tras un año de infame regresión intelectual. Junto a Khedira, armó una línea por delante del brigadier guipuzcoano que, como un fondo de cohesión alemán en los 90, llenó de hormigón la carretera por la que transitó al paso un Madrid intenso que fulminó con la mirada a un Getafe que, como la vieja de la cueva le contó a Robert Jordan antes de volar el puente, huele como olía Joselito en el callejón de Talavera: a muerte.