Cruz familiar
Francisco Javier Gómez Izquierdo
En Córdoba, por mayo, todos los días son fiesta. La ciudad mujerea despreciando el credo feminista y las mozas salen a presumir de guapas, que es lo que son, mientras los chicos nadan hasta perder el aliento entre el ron y el rebujito.
Me acerco a las cruces, que es lo que toca estos días, que gustan al séneca cordobés y tomo dos copas de Moriles con dos pinchitos morunos al tiempo que un ramo de guapas tiesas y arrogantes baila sevillanas con alegría olímpica.
De vuelta a casa por Santa Marina, el barrio de los toreros, tropiezo con esos botellones legalizados -estoy convencido que el botellón se originó en las cruces granadinas y cordobeses- que tanto enfadan a los tranquilos vecinos que lo fueron de Manolete y aparto a mi doña de la trayectoria de una meada asnal, esquivando vidrios “agomitados”.
Viene mucho turista a las cruces. Me cuentan que hasta se organizan viajes baratos en las ciudades vecinas que descargan veinteañeros al atardecer y los recogen dos o tres horas después de amanecer.
Esto de las cruces, cree uno que habría que atenderlo un poco mejor, pero me da que ya no hay quien se aparte de la “marcha”. Mejor, “el marchón”.
Cruz en La Lagunilla
La infancia de Manolete
Cruz en San Francisco
Primer premio
Botellón ante la cruz del Bailío
El desenfreno en Santa Marina
Los vecinos...