sábado, 18 de mayo de 2013

Cómo acabar de una vez con el columnismo



Jorge Bustos

Si algo me ha enseñado Twitter es que la gente sigue consumiendo columnas. Algo tendrán para ser el único género periodístico con lectores en mitad de esta crisis de paradigma que a paso ligero va cerrando la analogía gremial entre periodistas y zurcidores de pergamino previos a Juan Gutenberg. Minutos después de la hecatombre nuclear propiciada por los cohetitos de Kim Jong-un, alguien glosará la noticia en una columna más o menos chispeante y su link circulará por la Red. Quizá ya nadie pague por él -el autor se sustentará de yerbas, como el sabio de Calderón–, pero leerán el texto entero y no su mero titular.

Eso será porque la columna verdaderamente causa una elevación del periodismo hasta la literatura o quizá una rebaja de esta al ras de la opinión pública. La columna es un pacto del estilo con la actualidad, y mientras su disfrute siga vigente no se extinguirá del todo la áurea edad del humanismo, pese a todas las decadencias bárbaras que nos acechan, con la telerrealidad, la disciplina de voto y los días mundiales contra la obesidad infantil a la cabeza.

El aserto de Umbral según el cual la mejor literatura de los años ochenta y noventa –fruto de la libertad expresiva detonada en la Transición con el fin de la censura– se hacía en los periódicos acaso denigra la calidad de aquella literatura mucho antes que enaltece la de aquel columnismo. Umbral debía saber que su frase solo ganaría veracidad aplicada a los años en activo de articulistas realmente imbatibles como Mariano de Cavia, Azorín, Julio Camba, Josep Pla, Gaziel, Manuel Chaves Nogales, Agustín de Foxá, José María Pemán, Corpus Barga, Wenceslao Fernández Flórez y, clavado sobre todos ellos en la cruz de guía del oficio, César González Ruano, en cuyo celebrado obituario resumió Jaime Campmany el don de éxito y la condena de caducidad que marcan la vocación del columnista: “César escribió para hoy, sólo para hoy. ¡Qué estúpidos los que dicen escribir para la posteridad! Y escriben las cosas obvias, las cosas que se repiten eternamente, sólo porque cada año nacen nuevos ignorantes que las desconocen. Lo mejor que se puede hacer por César es escribir para hoy, con una fétida rosa niña en el ojal de la solapa, en un papel que mañana estará marchito, y dejarse el alma en cada artículo. Y mañana, Dios dirá. Se compra uno un alma nueva, o se roba, o se alquila o se inventa, o se la pide uno prestada a un amigo. Y se escribe uno otro artículo, o dos, o tres. Y a firmar y a cobrar”.

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