Jorge Bustos
Sonreía Elvira Fernández al atravesar el patio del Congreso para oír el discurso de coronación de su marido en una mañana de diciembre tan gélida que hasta los leones de bronce moqueaban. Sonreía a los periodistas con tímida franqueza, pero muy bien podría estar pensando:
—¿Ahora sí, no, cabroncetes?
Y haría muy bien, porque nadie mejor que ella, que ya estuvo subida al triste balcón de 2008, sabe de lo tornadizos que se vuelven los titulares tras las mayorías absolutas. Pero también ha cambiado Mariano Rajoy. O no, vaya usted a saber. Tomó la palabra por primera vez como presidente inminente, como depósito humano de las hastiadas esperanzas de los españoles, contestando a ellas con una mezcla novedosa de zapaterismo remanente y de tecnocracia terapéutica, es decir, de problema pasado y de solución futura. A la primera etiqueta corresponden expresiones como “volver accesibles los sueños” o “restablecer la energía de esta vieja nación”, así como las constantes apelaciones al diálogo, al pacto, al acuerdo, al abrazo y al pescozón en el moflete si me apuran, que menudo tabarrón el del talante inercial, retóricamente ya ineluctable, que lega Zapatero al parlamentarismo español, ya de por sí bastante agusanado de tópicos. El mismo Zapatero, por cierto, que ayer atravesaba el pasillo atestado de reporteros sin pararse a declarar nada, la sonrisa reseca como el meandro de un arroyuelo en verano y la mano sobre el pecho como de caballero gótico del Greco.
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