José Ramón Márquez
La televisiun la g'ha na forsa de leun
la televisiun la g'ha paura de nisun
la televisiun la t'endormenta cume un cuiun.
La televisiun
Enzo Jannacci
Ahora andan a cuestas con el rollo de la televisión, el pelmazo de la televisión, forsa de leun. Hay que ver cómo la retrata Muntadas en su clásica pieza del 80, impagable, y además en estos días quien la quiera ver la tiene en el Reina Sofía. Impecable el televisorcillo de madera, mueble más que electrodoméstico subido inocentemente en una repisita que está puesta en una esquina, y sobre él, las filminas que se suceden y se proyectan, y son tan grandes las imágenes, y es la pantalla sobre la repisita tan pequeña, que de toda aquella imagen brillante y hermosa tan sólo un trocito se queda, porque coincide, en la pantalla pequeñita y verdosa, y lo que queda es un trocito que muy pocas veces explica algo de la imagen a la que pertenece y la mayoría de las veces confunde o distrae, y mientras tanto Enzo Jannacci recita su letanía hipnótica. Ahí está explicado el mito de la televisión, que te muestra lo que puede y como puede y te pone a un pelmazo a hipnotizarte con sus susurros para que veas lo que debes ver y no te salgas del carril.
Así cada día, cada año, en los telediarios, mi cámara y yo, informe semanal, bob esponja, el gato al agua, miradas 2. Así cada día las caras de esas mujeres, de esos hombres explicando las naderías que convienen en cada momento, la revuelta de Egipto, la galerna del Cantábrico, el parricidio de Murcia, los perros asesinos, la investidura de Mariano, el cocinero estrella, los goles del goleador y también los toros.
Y en los toros, la pura negación de los toros. La imagen que no muestra nada, la emoción congelada e inexistente, el pelmazo con su innecesaria voz explicando naderías, la plasta al servicio del muletazo sin sentido que ni se sabe de dónde viene ni a dónde va, muletazo sin ton ni son, apoteosis del “bieeeen” sobre el “ole”. En suma, los cachitos de realidad que no deberían confundir a nadie que haya vivido una luminosa tarde de toros, la entrada, los comentarios, el ambiente, los olores, la llegada a la localidad, porque la realidad no puede encerrarse en ese cachito de pantalla verdosa en el que nos muestran lo que quieren que veamos, de la manera que quieren que lo veamos; en ese cachito en el que no hay distancias, ni hay terrenos, en ese cachito hecho de pixeles en el que bailan unos colorines que simulan un torero y, si acaso, un toro y además una pelmaza voz que nadie refrena, voz de mando de Molés, urdidor sin tasa, voz de porquero de Moncholi impostando la afición, voz de fraude de los viejos toreros que se niegan a sí mismos, a sus carreras, en la impostura de sus inanes, malévolos comentarios en los que niegan sus carreras, a veces señalados por carraspeos culpables.
Porque los toros no han sido jamás un espectáculo de masas. Los toros han vivido tanto de los pocos que estaban en la plaza como de los muchos que se quedaban fuera a esperar noticias, a saber qué pasaba dentro de la plaza, a ver salir con una mezcla de temor y respeto al toro arrastrado y tratar de atisbar hacia el interior del ruedo cuando se abría la puerta para que entrasen las mulillas.
Los toros pertenecen a la escritura, son de las reseñas, de que te cuenten lo que pasó en Lorca, en Bilbao, en Coria, de que te expliquen en letras de molde la cogida fuerte o la guapeza del quite. Los toros no son de la televisión, que los transforma en un espectáculo pornográfico, sucia escritura de un sin fin de pases que ni se sabe de dónde vienen ni a qué obedecen, espectáculo travestido que no contiene nada absolutamente de la emoción de la Plaza, ni guarda relación alguna con lo que es la corrida de toros, ese espectáculo donde es tan importante lo que pasa en el ruedo como lo que dice un habilitado de clases pasivas en el tendido, pues la esencia de la tauromaquia como espectáculo es que principalmente a la plaza se va a dar la opinión.
Y ese espectáculo degradado que nos pone enfrente la televisión, sin embargo, está al servicio de una sola cosa, de la ‘faena’, o en igual medida del ‘muletazo’, del pelmazo muletazo y de la ligazón sin ton ni son que da lugar a la ‘faena’. En ese mundo subvertido, acotado por las voces de los locutores, el toro se mueve entre dos polos nefastos que son el de “sirve” o el de “no sirve”, pues si hay algo que no brilla en la televisión es el toro, que gracias a ella ya lleva andado medio camino hacia lo de ser materia del arte.
Una cosa es la información, la reseña de lo que ha pasado en formato audiovisual, y otra la pestilente retransmisión de corridas de toros sin tasa. Sobre lo primero podríamos hablar y seguramente llegaríamos a decir que le puede reportar beneficios a la fiesta; sobre lo segundo no hay duda del daño tremendo que le hace a la tauromaquia, aunque los listos de turno hayan firmado no sé qué acuerdo de derechos audiovisuales que a los aficionados ni nos va ni nos viene.
La televisiun la g'ha na forsa de leun
la televisiun la g'ha paura de nisun
la televisiun la t'endormenta cume un cuiun.
La televisiun
Enzo Jannacci
Ahora andan a cuestas con el rollo de la televisión, el pelmazo de la televisión, forsa de leun. Hay que ver cómo la retrata Muntadas en su clásica pieza del 80, impagable, y además en estos días quien la quiera ver la tiene en el Reina Sofía. Impecable el televisorcillo de madera, mueble más que electrodoméstico subido inocentemente en una repisita que está puesta en una esquina, y sobre él, las filminas que se suceden y se proyectan, y son tan grandes las imágenes, y es la pantalla sobre la repisita tan pequeña, que de toda aquella imagen brillante y hermosa tan sólo un trocito se queda, porque coincide, en la pantalla pequeñita y verdosa, y lo que queda es un trocito que muy pocas veces explica algo de la imagen a la que pertenece y la mayoría de las veces confunde o distrae, y mientras tanto Enzo Jannacci recita su letanía hipnótica. Ahí está explicado el mito de la televisión, que te muestra lo que puede y como puede y te pone a un pelmazo a hipnotizarte con sus susurros para que veas lo que debes ver y no te salgas del carril.
Así cada día, cada año, en los telediarios, mi cámara y yo, informe semanal, bob esponja, el gato al agua, miradas 2. Así cada día las caras de esas mujeres, de esos hombres explicando las naderías que convienen en cada momento, la revuelta de Egipto, la galerna del Cantábrico, el parricidio de Murcia, los perros asesinos, la investidura de Mariano, el cocinero estrella, los goles del goleador y también los toros.
Y en los toros, la pura negación de los toros. La imagen que no muestra nada, la emoción congelada e inexistente, el pelmazo con su innecesaria voz explicando naderías, la plasta al servicio del muletazo sin sentido que ni se sabe de dónde viene ni a dónde va, muletazo sin ton ni son, apoteosis del “bieeeen” sobre el “ole”. En suma, los cachitos de realidad que no deberían confundir a nadie que haya vivido una luminosa tarde de toros, la entrada, los comentarios, el ambiente, los olores, la llegada a la localidad, porque la realidad no puede encerrarse en ese cachito de pantalla verdosa en el que nos muestran lo que quieren que veamos, de la manera que quieren que lo veamos; en ese cachito en el que no hay distancias, ni hay terrenos, en ese cachito hecho de pixeles en el que bailan unos colorines que simulan un torero y, si acaso, un toro y además una pelmaza voz que nadie refrena, voz de mando de Molés, urdidor sin tasa, voz de porquero de Moncholi impostando la afición, voz de fraude de los viejos toreros que se niegan a sí mismos, a sus carreras, en la impostura de sus inanes, malévolos comentarios en los que niegan sus carreras, a veces señalados por carraspeos culpables.
Porque los toros no han sido jamás un espectáculo de masas. Los toros han vivido tanto de los pocos que estaban en la plaza como de los muchos que se quedaban fuera a esperar noticias, a saber qué pasaba dentro de la plaza, a ver salir con una mezcla de temor y respeto al toro arrastrado y tratar de atisbar hacia el interior del ruedo cuando se abría la puerta para que entrasen las mulillas.
Los toros pertenecen a la escritura, son de las reseñas, de que te cuenten lo que pasó en Lorca, en Bilbao, en Coria, de que te expliquen en letras de molde la cogida fuerte o la guapeza del quite. Los toros no son de la televisión, que los transforma en un espectáculo pornográfico, sucia escritura de un sin fin de pases que ni se sabe de dónde vienen ni a qué obedecen, espectáculo travestido que no contiene nada absolutamente de la emoción de la Plaza, ni guarda relación alguna con lo que es la corrida de toros, ese espectáculo donde es tan importante lo que pasa en el ruedo como lo que dice un habilitado de clases pasivas en el tendido, pues la esencia de la tauromaquia como espectáculo es que principalmente a la plaza se va a dar la opinión.
Y ese espectáculo degradado que nos pone enfrente la televisión, sin embargo, está al servicio de una sola cosa, de la ‘faena’, o en igual medida del ‘muletazo’, del pelmazo muletazo y de la ligazón sin ton ni son que da lugar a la ‘faena’. En ese mundo subvertido, acotado por las voces de los locutores, el toro se mueve entre dos polos nefastos que son el de “sirve” o el de “no sirve”, pues si hay algo que no brilla en la televisión es el toro, que gracias a ella ya lleva andado medio camino hacia lo de ser materia del arte.
Una cosa es la información, la reseña de lo que ha pasado en formato audiovisual, y otra la pestilente retransmisión de corridas de toros sin tasa. Sobre lo primero podríamos hablar y seguramente llegaríamos a decir que le puede reportar beneficios a la fiesta; sobre lo segundo no hay duda del daño tremendo que le hace a la tauromaquia, aunque los listos de turno hayan firmado no sé qué acuerdo de derechos audiovisuales que a los aficionados ni nos va ni nos viene.