viernes, 24 de enero de 2020

Servidumbre


Ignacio Ruiz Quintano
Abc

    Nos quieren “perinde ac cadaver”, sumisos y silenciosos, y así nos van a tener. Después del alemán, no hay en Europa un pueblo más servil (más hecho a la obediencia ciega de los monjes del desierto, “a la manera de un cadáver”, que ése sería el mensaje de la Profanación de Cuelgamuros) que el español.

    Juana (Concha Velasco) y Francisca (Amparo Soler Leal), las chicas de la comedia de Dibildos que en los 60 tenían que servir en casa de los Stevens en la sierra somos hoy todos en casa de los Iglesias en Galapagar y La Moncloa.
    
No lo vemos en los telediarios (censura a la europea), pero los franceses, al menos, dan malos ratos al Sacarino de “la grandeur”, rescatado el otro día por la policía de un teatro de París donde le patearon su asistencia a la representación de “La Mouche”. Y francés fue el “Rimbaud del pensamiento”, Étienne de La Boétie, que en pleno siglo XVI se planteó el enigma de la servidumbre voluntaria.
    
¿Cómo puede ser que la mayoría obedezca a uno, le sirva y además le guste?
    
–¿Qué monstruoso vicio es éste, que ni siquiera merece el título de cobardía, que no encuentra un nombre suficientemente vil, que la naturaleza niega haber producido, y la lengua se niega a nombrar?
    
Lo que De La Boétie desea comprender es por qué tantos hombres se cuadran ante un tirano que no sabría hacerles mal alguno sino en tanto en cuanto ellos prefieren sufrirle a contradecirle. Su conclusión (como se ve en el caso español) es la costumbre.
    
Igual que Mitrídates se habituó a ingerir veneno, es la costumbre la que consigue hacernos tragar sin repugnancia el amargo veneno de la servidumbre.
    
Los cursis del “ilebarlismo” (?) ignoran que en un Estado liberal sólo es válida la ley que amplía la libertad. Mas el Estado de Derecho (el Derecho que hace el Estado, no la Nación, cosa que aquí no se entiende ni se quiere entender) se centra en legislar contra la libertad, pero con el gusto (¡la servidumbre!), del ciudadano. Así, la arbitrariedad del delito de odio.