jueves, 16 de enero de 2020

Jewell, otro héroe de Clint Eastwood




Hughes
Abc
 
Para cierta gente, cada película de Clint Eastwood es como “Los Puentes de Madison”. Se hace difícil no salir del cine con los ojos húmedos. En Richard Jewell vuelve a ofrecer el retrato de un héroe distinto, vulgar, anodino, alguien de quien resulta más fácil reírse. La película puede verse como parte de un ciclo junto a American Sniper, Sully y Tren a París, todas basadas en hechos reales.
Eastwood construye así en su última filmografía un panteón personal de héroes americanos, lo que supone, en cierto modo, una declaración moral y política: señalar los héroes, enaltecerlos con un tono de restitución.

¿Y quiénes son esos héroes?

Jewell tiene un poco de todos ellos: el instinto de protección del tirador, la responsabilidad y ética laboral puestas en entredicho por maquinarias corporativo-burocráticos de Sully, y cierta simpleza conmovedora de protagonista de Tren a París. Jewell es ellos tres, pero su físico y su naturaleza lo agudiza todo. Un comedor de donuts, el último mono en el mundo jerarquizado de un edificio de oficinas. El insignificante. Jewell es un simple, un pobre de espíritu.

Esos pobres de espíritu son los personajes que Eastwood prefiere. Esa galería de americanos humildes, ingenuos, obedientes, fieles a su bandera, a su país y a unas instituciones y autoridades que a veces abusan de ellos.

La polémica pseudofeminista que anunciaban es absurda, completamente absurda, aunque sea inevitable extraer conclusiones políticas de la película. Hace una critica despiadada de la prensa y del FBI como ejemplo del Deep State, el Estado Profundo y el desarrollo incontrolado de agencias gubernamentales capaces de machacar al individuo que se cruce en su camino. Conmovedora y muy política es la apelación de la madre al presidente de los EEUU, Clinton entonces, frente a los poderes autónomos y oscuros del FBI: “Señor Presidente, limpie, usted que puede, el nombre de mi hijo”). ¿No es una llamada a la pureza electiva del poder ejecutivo frente a los poderes no electos?

La crítica de Eastwood es muy clara, y no es, desde luego, a la mujer. La mujer es una periodista (irresistible Olivia Wilde) que ejemplifica la ambición rubia de la prensa, pero a la que él redime por su investigación final y sus lágrimas de arrepentimiento ante el discurso de la madre (Kathy Bates). ¿Molestaba acaso esa conexión y revelación femenina que nace de lo maternal?

Hay otra cosa… Jewell es presentado como una caricatura de la paranoia derechista. El personaje que lo denuncia al FBI, por cierto, es el rector universitario. Ese personaje expulsa a Jewell del campus donde su benigno aunque excéntrico sentido del deber y la disciplina resultaban excesivos. Ese señor remilgado y académico es el que levanta sospechas sobre él cuando la prensa le encumbra espontáneamente como héroe. El tipo humano que era Jewell estaba bajo sospecha. Hay una obra ya clásica de Richard Hofstadter sobre la parnaoia de la derecha americana (The paranoid style of American Policing). Esta visión presenta a la derecha como predestinada, paranoica y tendente a la explicación conspiranoica.
 
Y Jewell es eso. Ve terroristas en cualquiera. Es alguien obsesionado con la autoridad, la policía, las armas y la seguridad. Con ataques terroristas. Un protector vocacional de sus conciudadanos que se ha arrogado esa facultad protectora. Un tipo de hombre reconocible, con sus grotescas limitaciones. Así que a Jewell nadie le cree cuando ejerce con celo su trabajo de guardia de seguridad. Hasta que acierta la noche del atentado de Atlanta. Pero es la sospecha contra esa caricatura (esa sospecha academicista y culta) la que acaba desprotegiendo al ciudadano americano. El protector-paranoico acierta, acertó al final. Cuando los demás se relajaban, el centinela insomne (y flatulento) vio la amenaza. No estaba de más su sentido de la sospecha, su desvelada alerta.

Pero dejemos la política o las politiquerías.

Las emociones de Eastwood son genuinas. Se esperan durante la película como un ejercicio de purificación. No presenta sólo las emociones habituales que surgen de las relaciones humanas, también otras vinculadas a la dignidad, el honor y la integridad del hombre puesto en entredicho. Eastwood parece obsesionado con cantar la grandeza del hombre común. En esto parece una especie de moderno poeta democrático. Después de ver una película de Eastwood, un centro comercial parece un campo homérico. En sus emociones hay un componente cívico, tañe un metal comunitario e inspirador que apela a una experiencia humana reconocible pero entrelazada con lo social. Algo que además da significado a la vida, la realiza, la eleva espiritualmente. En las películas de Eastwood encontramos un sentido, hay algo vertical, elevado, que construye al personaje, su familia, su trabajo, su comunidad y su lugar en el mundo. Maravilla lo poco con lo que ya hace una película. Un relato, una historia conocida y el estudio de dos, tres relaciones. Suficiente.

Creo que Eastwood produce emociones reconocibles asociadas al honor, la humildad y la grandeza inmensa, universal, de los pequeños actos y las pequeñas obras. Por eso, Jewell, pequeño desastre, hombre casi disfuncional del que tan fácil resultaba reírse, enmadrado, sencillo, gordinflón y seguramente virgen nos va enseñando mientras se revela su congruente grandeza personal. Su amor por su madre, su lealtad hacia los demás, su compromiso cívico, su valor, su amor propio, su orgullo y hasta la fidelidad a su propia naturaleza (cuando le dice al abogado/amigo: yo soy así, no soy un hombre como tú). El último plano de la película, cuando ya es policía, muestra un rostro resuelto, el del sabueso ante el criminal confeso. Eastwood, al final de su carrera, nos retrata otro Harry el Sucio adicto a los donuts. Así es: de Harry Callahan a Richard Jewell. Eastwood pasa de los héroes estilizados y moralmente cuestionables de sus inicios o del Spaghetti western a unos héroes orondos, absurdos pero moralmente ejemplares donde la soledad y el individualismo están orientados a la comunidad y el servicio. Héroes con michelines y un modesto CI.

El actor que interpreta a Jewell, Paul Walter Hauser, no es una estrella, pero vuelve a ser efectivo. Mucho más que efectivo. No necesita grandes figuras Eastwood, en Tren a París pudo hacerlo con los personajes reales. No necesita de ellos para crear una emoción empática y honda. El físico de Hauser produce ternura creciente y es sutil y poderoso el proceso por el que a través de sus adiposidades, blanduras y torpezas se abre paso el héroe, el carácter. Esa mezcla de torpeza y resolución está muy lograda y debería celebrarse más.

El heroísmo, como en las películas anteriores, no es algo excepcional, sino el simple ejercicio del deber. Un hombre que se toma absolutamente en serio su trabajo puede ser un héroe. Su vida vale tanto como la de cualquiera. Casi apetece ver esta especie de suites eastwoodianas como parte de la trascendentalización del trabajo en el populismo trumpiano del “jobs, jobs, jobs”, es decir, en el nacionalismo económico. El trabajo no es sólo sostenimiento familiar y realización personal, puede ser fuente de heroísmo y ejemplo y servicio a la comunidad. Toda la dignidad humana alcanzable cabe en la vuelta a casa de un hombre que ha hecho bien su trabajo. Los fordianos reconocerán esto.

En Jewell veríamos además dos formas de la derecha americana: la sumisión a la autoridad gubernamental, la entusiasta devoción federal y, por otro lado, la suspicacia libertaria, el celoso derecho del individuo frente a los poderes. La razón del individuo solo. El otro pilar de la democracia: la protección de la minoría. Jewell representa lo primero, su abogado, lo segundo. La relación de los dos es otra historia de amistad emocionante. Juntos forman algo que se complementa: lealtad patriótica al Gobierno y sumisión a la autoridad, y defensa de la libertad y dignidad individuales frente a cualquier poder.

El abogado (excepcional Sam Rockwell) refresca el sentido constitucional de esa porción de América que sería Jewell sometida al poder conjunto de medios y agencias estatales. Uno y otro están perdidos, pero sus vidas se entrecruzan como un contrapunto necesario. ¿No son como los dos brazos constitucionales de la tradición americana?

Ahí está la política, si queremos verla en la película, y no en el feminismo, a no ser que pretendan que el personaje de Richard Jewell, que era un hombre blanco y con cierto perfil psicosocial, sea transformado por Eastwood en una mujer negra joven, por ejemplo. No podría ser, además, porque si hay algo de denuncia histórica y concreta, identitaria, en la película puede ser la injusticia y el exceso que supuso culpabilizar a un hombre blanco y frustrado como posible terrorista por el simple hecho de serlo. La historia de Richard Jewell es, inevitablemente, también la reivindicación y defensa de ese tipo humano.

A veces uno se siente hasta culpable, pero no hay ahora demasiadas cosas que sean mejores que estos retratos humanos de Eastwood en los que no hay soberbia, rabia, odio ni protesta, sino reconocimiento, gratitud y humildad. Uno sale del cine metido en sus zapatos, convencido de que son suficientes para hacer lo correcto.