Winnie the Pooh
Martín-Miguel Rubio Esteban
Doctor en Filología Clásica
Los gestores o administradores de las enfermedades del mundo han decidido bautizar a la nueva variante del Cóvid-19, aparecida en Sudáfrica, con la letra del alfabeto griego ómikron, esto es, “o breve”, de la “hajin” hebrea, frente a la “o grande” u omega. Con el uso del alfabeto griego, el primer alfabeto, se intenta soslayar la estigmatización de los países en que surge la enfermedad –como si el territorio y su población fuesen responsables morales del morbo, y no meras primeras víctimas del mal–. En teoría, las distintas variantes que van apareciendo del Cóvid-19 siguen el orden del primer alfabeto, alfa, beta, gamma, delta…, pero en este caso se han saltado las letras ny y xi. La ny, que representa la nasal dental sonora, como representación de tal fonema, y que en la época de la escritura ideográfica representaba el pez, el “nûn” hebreo, ha sido desechada por su parecido homófono al vocablo inglés “new”. Ny también, como número, tiene el valor de 50, pentékonta. Y claro, la lengua franca de la actualidad, además de ser la lengua del imperio, debe quedar a salvo de toda ambigüedad que la manche de virus. La letra xi, la “sâmek” hebrea, que representa dos fonemas contiguos, uno velar oclusivo, sordo o sonoro, /k/ o /g/, y otro, la apicoalveolar silbante fricativa sorda /s/, también se soslayó porque coincide con el prosopónimo chino Xi, y no es plan que a algún chino se le infame con el nombre de una variante del letígero Cóvid, máxime cuando el todopoderoso presidente chino y censurador universal se llama así, y el virus viene de allí... Xi también, como número, tiene el valor de 60, hexékonta.
La ómicron representa una vocal semiabierta posterior breve /o/, y tiene el valor numérico de 70, hebdomékonta. ¿Tendrá que ver la cábala también en el salto de letras? Su valor ideográfico en las escrituras del cercano oriente era el ojo, el “hajin” hebreo. ¿Producirá uveítis la nueva variante? Nos llama poderosamente la atención que tanto las letras del alfabeto griego como las de la escritura hebrea (ésta no es un alfabeto porque no representa las vocales como caracteres gráficos, sino como “matres lectionis” o signos diacríticos suprasegmentales o infrasegmentales) provengan con frecuencia de ideogramas que representaban partes del cuerpo: la wâw o digamma la uña, la jôd o yota la mano, la pe o pi la boca, las rês o rho la cabeza, la sin o sigma el diente, etc. Este hecho hacía que los médicos judíos medievales, y también del Renacimiento y Barroco –la medicina fue un monopolio en manos de judíos, tal como demostrase Julio Caro Baroja– señalasen las partes del cuerpo con letras.
Efectivamente, el prestigio del médico judío, también converso o cristiano nuevo, era inmenso. El mismo Francisco I, rey de Francia, apretado de cierta dolencia, escribió a nuestro emperador Carlos, para que éste le mandase con urgencia un médico judío español. La fe en la ciencia que poseían los médicos judíos fue siempre indesmayable en el rey francés. El médico que no consiguió curar al infante don Juan, el hijo de los Reyes Católicos en quien cifraban todas sus esperanzas, fue un judío, Ribas Altas, y su fracaso, además de acarrearle la muerte a él, produjo la expulsión de España de los judíos. El judío segoviano Mestre Rodrigo da Veiga o Rodrigo de Évora fue el médico casi vitalicio del rey don Manuel de Portugal. En El libro de los castigos o consejos del infante don Juan Manuel, dirigido a su hijo Fernando, se ve que aquel magnate tenía tal fe en su médico hebreo, don Zag, que juzgaba que su ciencia se había de transmitir a los de su linaje como por gracia, y así le recomienda que escoja siempre sus físicos entre sus descendientes. El médico judío es un personaje novelesco al que se le carga de saberes y actividades misteriosas. En el muro de la judería de Zaragoza se abrió un postigo especial –cosa que el alfabeto griego la representa, desde su valor ideográfico, con una eta, lo mismo que la het hebraica– por el que pudieran salir a cualquier hora los médicos judíos a ejercer su profesión entre los cristianos. El médico judío zamorano Francisco López Villalobos atendió a Fernando el Católico en 1509 y a su nieto Carlos I en 1519. Y paso al Liber facetiarum et similitudinum por sus chascarrillos y graciosas agudezas.
El médico, como el judío en sí, han sido personalidades “bivalentes”, a ambos se les ha mirado con recelo y ambos han sido objeto de burlas y de ludibrio satírico, y a la vez recurren a ellos los enfermos desesperados y los más poderosos arruinados. La rencorosa envidia de las turbas ignorantes a los que poseían sabiduría llegó a forjar fábulas como la de que los médicos judíos o judaizantes, marranos o conversos, tenían establecido que de cinco enfermos que atendiesen habían de matar a uno ( siempre que se tratara de clientes cristianos, claro es ). En pleno siglo XVIII combatió esta peregrina idea racista el orensano Padre Feijóo –en homenaje al cual Gonzalo Jácome debería todos los años animar a hacer un pequeño congreso para estudiar su magnífica obra– en el discurso quinto del volumen quinto de su Theatro crítico universal.
Ninguna etnia ha recibido más Premios Nóbel de Medicina que la judía. Nos sigue pareciendo hoy milagroso cómo acabaron con el tifus en el gueto de Varsovia asendereados de nazis. Y en la actualidad, cómo no, los nuevos “físicos” judíos están en la vanguardia de la lucha contra el Covid-19, especialmente en terapias que tienen que ver con el sistema inmunológico, y que evitan la tormenta de citoquinas. Una terapia que evitaría que los pacientes de Covid-19 ingresasen en los hospitales.