domingo, 6 de junio de 2021

De colores, de colores

 

Abc, 20 de Marzo de 2002


Ignacio Ruiz Quintano

 

De colores, de colores se visten los campos en la primavera. ¡Venga a cantar todos! De colores, de colores son los pajarillos que vienen de afuera. ¡Venga, todos! ¡Los hombres, también! De colores, de colores es el arco iris que vemos lucir. ¡Juntos! Y por eso los grandes amores de muchos colores me gustan a mí.

Desde el instante en que Dios profirió al mundo, el mundo no es un conjunto de cosas, sino de signos, y tampoco hay que ser un ratón bodeleriano para darse cuenta de la gran relación que hay entre los colores y los sonidos. ¡Ah, el mirlo! ¿Acaso el mirlo no cambia del blanco al dorado y de una voz suave a otra estridente? Los zoólogos freudianos sugieren que la estampa de muchos animales es debida a la supervivencia por selección sexual de los colores más atractivos para la vista, pero, por ese lado, aten cabos ustedes mismos.

A mí me merece más confianza el caso de Pantagruel, que, de acuerdo, es un animal —aunque no se puede decir que sea un mirlo, y menos que tenga un oído de tísico—, pero escucha palabras con los colores heráldicos: gules, sinople, azur, sable y oro. ¿Qué decir de los melómanos, que aseguran que el rutar del cornetín de pistón es amarillo, que el del fagot es castaño, azul de Prusia el del violín, y el de la flauta, entre naranja y azul? Sólo el del oboe es blanco. Y sólo el silencio, cuando suena, suena a negro. A todo esto, y en  boca de Poe, ¿qué  significa "el  tañido rojo del clarín"?

No todas las sociedades ni todas las épocas ven los mismos colores. El hecho de que la Guardia Roja de Beijing fracasara en su pretensión de cambiar los semáforos para hacer del rojo el color del progreso victorioso no anula aquella impresión. A colores distintos, explica Octavio Paz, corresponden, además de una sensibilidad y una estética distintas, una diferente visión de la realidad y del mundo: otra filosofía y otra moral. Pone el ejemplo de los traductores de Homero y los temibles obstáculos que han de sortear cuando intentan encontrar equivalentes precisos, en nuestras lenguas, de términos como  "ochrós", que a veces es gris y a veces es verde amarillo. Está la solución de decir que los griegos eran un pueblo poco sensible al color: un pueblo de ciegos. En mi Homero, desde lue- go, no sale ningún coro griego cantando de colores, de colores se visten los campos en la primavera.

Los griegos, hoy, son los americanos, quienes, por cierto, acaban de crear un código de colores para catalogar las alertas de seguridad, su bien más preciado: verde para la alerta débil, azul para la moderada, amarilla para la elevada, naranja para la muy elevada y rojo para la máxima.

Salvo el azul, que sólo lo es a medias, todos esos colores son lo que en psicología de hipermercado se dice terrenales, escogidos para contrarrestar al color que corresponde a los Estados Unidos, que es, no el amarillo, reservado para lo imperial por su asociación con lo solar, sino el violeta, un color más espiritual que una chinche en un candado. Y refrigerante: en los viejos ferrocarriles americanos, los vagones de verano iban provistos de cristales y espejos de color violeta.

En España, aparte los fantasmas de Velázquez —eso, sí: de puro color, su invención genial—, ya se habla del inminente lanzamiento comercial de unos ataúdes de colores diseñados por otro artista sevillano. ¡A ver esa primavera! De colores, de colores brillantes y finos se viste la aurora. ¡Todos! De colores, de colores son los mil reflejos que el sol atesora. ¡Sin escaqueos! De colores, de colores se viste el diamante que vemos lucir. Etcétera.