miércoles, 5 de mayo de 2021

«¡VIVE L’EMPEREUR!» (Por primera y sin duda última vez)


Juan Juan Palette-Cazajus


Al señorío imperial de mi amigo Rogelio R.,

 vilmente asesinado por la Covid 19
                                               




Napoleón en el lecho mortuorio. H. Vernet


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El 5 de mayo de 1821, a las 5h49 de la tarde, hoy hace doscientos años, moría en Santa Elena Napoleón Bonaparte. Los testigos son unánimes: en su lecho mortuorio Napoleón había recobrado los rasgos del joven Bonaparte. Por mi parte tengo el profundo deber de aportar mi granito de arena a esta excepcional efeméride. Porque es muy dudosa la posibilidad de que me espere otra oportunidad de hacerlo, porque no puedo negar cierta proclividad bonapartista –que no napoleónica
  por más que distante y perpleja cual cumple a un pesimista vocacional y, más que nada, porque no tengo la más mínima duda de que cierta historia, francesa pero también occidental, no verá el horizonte de 2121.
 

Sólo les pido que dediquen unos minutos a pensar en un dato cronológico fundamental: entre la toma de la Bastilla y Waterloo transcurrieron 26 años. Son casi 46 los que pasaron desde la muerte de Franco. Para que se hagan una idea.... La densidad atómica de los acontecimientos ocurridos durante aquellos 26 años es la que sirve normalmente para nutrir hasta cebarlos varios siglos de los rutinarios. Mucha gente se ha venido llamando «César» o «Alejandro». Sin duda cada vez menos, me temo. Pero es dudoso que algún padre se atreviera alguna vez a ponerle a su hijo «Napoleón» de nombre usual. Es así porque algo permanece vivo de ese hombre entre nosotros y lo sabemos irrepetible.
 

Pocos españoles sabrán quién fue el navarro Xavier Mina Larrea (1789-1817) que por muy joven que muriera duró sin embargo dos años más que nuestro meteórico período de referencia. Bastante más conocido fue su tío el general Espoz y Mina, sin duda el liberal más facha y mala bestia de la historia, pero el llamado «corso terrestre de Navarra», la primera guerrilla antifrancesa, fue organizada  y capitaneada por  aquel sobrino de 19 años. Espoz sólo heredó el mando cuando Mina cayó en manos de los franceses en cuyas mazmorras se hizo muy revolucionario. Regresó a España en 1814. Tío y sobrino se lanzaron entonces a la fracasada intentona constitucional y antifernandina del 25 de septiembre de 1814, en Pamplona. Ambos tuvieron que cruzar precipitadamente la «muga» y acabaron encarcelados en Pau. Xavier Mina terminó recalando en el sur de los Estados Unidos y de allí pasó a México donde se unió a los insurgentes por la independencia. En la Luisiana, Mina se enteró de que por allí también andaba José Bonaparte y el trono contra el cual se había levantado en España, se lo ofreció para México al hermanísimo. El joven Mina acabó fusilado por los realistas.




Granadero Taria. Circa 1860


José Bonaparte le contestó a la oferta de Mina : «Conserven la forma republicana como un don del cielo. Sigan el ejemplo de los Estados Unidos. Busquen entre vuestros conciudadanos a un hombre más capaz que yo de desempeñar el gran papel de George Washington». En otros tiempos, Joseph le había escrito a su hermano: «No se conoce a esta nación. España es un león que la razón conducirá con un hilo de seda, pero que ni un millón de soldados reducirán por la fuerza de las armas». En lo de la razón comprobamos todos los días que José andaba excesivamente optimista, pero ya no estaba para nuevos sustos. Joseph era el primogénito del clan, un año mayor que Napoleón. Siete años después nació Lucien que fue embajador en Madrid y era el inicialmente presentido para ocupar el trono español. Fue decisivo su papel en el golpe de estado del 18 de Brumario (9.11.1799), cuando un Napoleón demudado y apocado a punto estaba de rajarse. Pero Lucien iba por libre y terminó siendo el antisistema del clan. Los tres primeros tenían «la rabia de revolucionar», según un ministro borbónico. Los cinco restantes, dos hermanos y tres hermanas, fueron chupópteros con escaso o ningún talento si exceptuamos el muy erótico de Paulina.  
 

Los tres fueron hombres nuevos en una época radicalmente nueva. Fueron revolucionarios y republicanos sinceros, aventureros químicamente puros, fueron angélica y suntuosamente ávidos y amorales. Arrojados militantes de la nueva aristocracia del mérito: la gloria y la riqueza ya no se heredan, se conquistan. Fueron los prototipos de una nueva especie, grande y aventurera al principio. Especie que evolucionó hasta quedar hoy reducida a un genotipo corrupto. Joseph terminó siendo el ricachón de la familia. Tras Waterloo, embarcó en Royan para los Estados-Unidos en el bergantín «El comercio», acompañado por su edecán español Unzaga y no sin antes haber suplicado vanamente a su hermano que embarcase en su lugar. Adquirió miles de hectáreas de tierras y se convirtió en un laborioso gentleman farmer.   
 

Pero hasta la primera campaña de Italia, fue el jefe indiscutible de la familia. Ambos hermanos se dedicaron durante años a un tipo de actividades que no hay más remedio que calificar de mafiosas. Digamos «mafiosas-revolucionarias» para situar mejor el contexto. Especularon con los llamados «bienes nacionales» procedentes de las incautaciones revolucionarias, que ellos trataban de comprar con «assignats», una moneda de papel vertiginosamente depreciada, para luego revenderlos contra buenos dineros contantes y sonantes. Parece que también llegaron a traficar con porcelanas robadas procedentes del guardamuebles real. «Pourvu que cela dure!» exclamó, dicen, Letizia Ramolino, la sagrada «mamma» del clan, resumiendo de antemano aquel póquer histórico y precario en que si no ganabas siempre más, lo perdías todo: «¡A ver lo que dura esto!». Nada más parecido a un «capo» exitoso que aquel Napoleón exultante, dirigiéndose a su hermano el día de su coronación: «Joseph, si notre père nous voyait!». En versión sonora, con el acento ítalocorso que gastó toda su vida.



Lancero Dreuze. Circa 1860


Haber sido robespierristas, les pasó factura después de Thermidor y al volver de la campaña de Italia, Bonaparte no tenía ni un pantalón de uniforme decente.  Se lo regaló una hispanofrancesa guapísima, resultona, cautivadora, listísima -
podría seguir- la  cinematográfica Teresa Cabarrús, más conocida como Madame Tallien o Nuestra Señora de Thermidor, la que además puso de moda el sensualísimo estilo femenino «neogriego» de la época. Al joven Bonaparte lo tenía alelado pero ella, ni p… caso. Aquel día, además en público, Teresa dijo algo como: «¡Estará contento, general, ya no tiene que andar con el culo al aire!». Ya sabéis lo descaradas y deslenguadas que son las españolas. Bonaparte no se lo perdonó. Teresa Cabarrús era muy amiga de Rosa de Beauharnais, 10 años mayor. Bonaparte terminó casándose con ésta, apodada «la vieja» por sus hermanas, y la rebautizó Josefina. Por lo del pantalón y por promiscua, que así era el corso, la Cabarrús fue vetada en la corte.
 

Con el Imperio no desaparece el régimen republicano. La Ley orgánica del 28 de Floreal del año XII (18 de mayo de 1804) lo dice claramente: el nuevo emperador lo es de la República Francesa. Y así el verdadero himno del régimen fue el «Chant du Départ», himno republicano donde los haya, que a mí casi, casi me gusta más que la Marsellesa y cuyo estribillo es «La République nous appelle / Sachons vaincre ou sachons périr / Un français doit vivre pour elle / Pour elle un français doit mourir». Cierto que al final, terminaría imponiéndose otro himno, «Veillons au salut de l’Empire», un bodrio cursi y servil. Quien proclamara el imperio era todavía el flaco Bonaparte y quien lo terminó perdiendo, un Napoleón casi rechoncho. Si con el amigo Rogelio nos encantaba parar simbólicamente en el Café Bonaparte de Saint Germain des Prés, más reticencia nos habría dado sentarnos en el «Napoleón».


De modo que la instauración del Imperio para nada fue una restauración vergonzante de la monarquía. Francia seguía siendo republicana en el fondo pero imperial en la forma. Aunque no negaré que aquí sería necesario afinar el pensamiento. El Imperio no pretendía copiar la monarquía, menos aún añorarla,  sino al revés extirparla de las memorias y diremos de entrada que lo consiguió yo diría que en un 90 %. Napoleón tarareó toda su vida la vieja canción falangista, ésa de «No queremos reyes idiotas que no sepan gobernar».  Siempre despreció a los Borbones, fuesen franceses o españoles. Pero compartía la opinión de J.J.Rousseau, unos decenios antes, de que la república ideal, la que soñaba Robespierre, sólo podía ser un régimen para dioses, o al menos para pueblos particularmente ilustrados y virtuosos pero todavía inexistentes. Era perfectamente consciente de que no se cambia la condición humana sólo con retóricas y en una sola generación, que la guillotina no es la mejor solución institucional y que mucha gente en Francia, por falta de instrucción o cualquier otra razón, añoraba y necesitaba unas dosis de sacralización del poder con algo de parafernalia y pomposa visibilidad.



 Se llamaba Fauveau y cargó en Waterloo. No lo contó

 

Hace pocas semanas en Facebook, una respetable señora estaba empeñada en (de)mostrar la diferencia entre monarquía y república. Usaba una argumentación filosófica de tanta altura como sutileza dialéctica: por un lado una foto del rey Felipe VI, ataviado con uniforme de gran gala y todos los aditamentos protocolarios, entre bandas, collares y grandes cruces, por otro, una foto de Pablo Iglesias, con camisita de cuadros arremangada. Napoleón se acordaba de aquellas señoras perennes cuando le pidió a Jacques-Louis David que dedicara 61 m² de superficie pictórica a las pompas y circunstancias de su consagración. Él se cuidó muy mucho de gastar corona y ciñó laureles áureos.
 

La consiguiente nobleza imperial fue intragable. Se precipitaron tras el hueso y los titulitos todos los «parvenus» de la Revolución, toda la caterva de especuladores enriquecidos. Entiendo que con estos sonajeros Napoleón consiguiera efectivamente tener a esa gentuza, económicamente imprescindible, controlada y atada muy corta. Pero creo que en el ejército, aquella pandemia de duques y príncipes que el emperador se sacaba de la chistera, digo, del bicornio, terminó haciendo estragos. Pensemos en los mariscales «españoles»: Soult, no sólo depredador de cuadros de Murillo sino también duque de Dalmacia; Junot, duque de Abrantes; Masséna, Duque de Rivoli y príncipe de Essling; Michel Ney, duque de Elchingen; Victor, duque de Belluno, e incluso Suchet, duque de la Albufera -¡toma ya!- aunque éste fuese el más justo y mejor administrador de todos los enviados a España. Los celos y resentimientos del inestable Ney por estarles subordinado, le llevaron a sabotear en ocasiones cruciales la estrategia militar de Masséna y Soult en Portugal y Andalucía.
Las terribles penalidades de la campaña de Rusia engrandecieron a sus protagonistas. Napoleón logró regresar escoltado por un «batallón sagrado» constituido por 300 oficiales de alto rango cuyo único mérito era disponer todavía de un caballo (en Rusia, en una sola noche murieron 30 000). Al revés, la «casta» napoleónica en España, absolutamente desconcertada y desbordada por un país tan insólito e inextricable como la propia situación en que quedaron atrapados, terminó siendo muy mediocre. El excelente memorialista, baron-general de Marbot era explícito: «Esta guerra me parecía impía, pero yo era soldado y no me podía negar a marchar sin ser tachado de cobardía […]. La mayor parte del ejército pensaba como yo pero tampoco podía negarse a obedecer...». Masséna dirigió toda la campaña de Portugal a regañadientes y acompañado de campamento en campamento por su concubina disfrazada de oficial.



Húsar Moret. Circa 1860


¿Y Waterloo, claro? Sólo la legendaria mala fe de los ingleses puede hacerles creer que vencieron a Napoleón en Waterloo. Como siempre, fueron carroñeros oportunistas. El ejército imperial hacía tiempo que se había derretido en los hielos de Rusia y evaporado en las sartenes de Andalucía. Y eso que poco faltó para que en la Batalla de las naciones, la de Leipzig, (16/19. 10.1813), con un ejército imberbe y una absoluta penuria de caballos, Napoleón venciera a unos ejércitos que duplicaban el suyo. «Vi a sus soldados, parecen niños» le había dicho Metternich en Dresde. Que volatilizada la Grande Armée en las estepas heladas y las parameras castellanas fuese capaz de reconstruir un ejército en pocos meses, mostró la eficacia de la administración napoleónica. Durante la fatídica Campaña de Francia, en 1814, casi resucitó  Bonaparte y con un muñon de ejército, a 1 contra 5, sin caballos ni cañones suficientes, no paró de infligir derrotas tácticas a unos Aliados siempre acojonados y que sólo por la inercia del número terminaron encontrándose en París. En Montereau, literalmente al pie del cañón, Bonaparte ayudó a los sirvientes a apuntar las piezas. Su bisoña caballería hizo inesperadas heroicidades minutos después de que Pajol, su general se mesara los cabellos: «Este hombre ha perdido la cabeza para mandarme cargar con semejante caballería».
 

Cuando el gordinflas, mezquino y gotoso Luis XVIII se enteró de que Napoleón había desembarcado en Provenza para la imposible aventura de los Cien Días le encargó detenerle a Ney, entretanto vendido a los Borbones. Ney le dijo al pusilánime monarca: «Os lo traeré encerrado en una jaula de hierro». En cuanto se encontró frente al Emperador, como todos, corrió a abrazarlo. Pero pronto se vino abajo y acudió a Waterloo tarde y sin ganas. La suma de errores cometidos aquel día –otra vez a uno contra dos, que algo de importancia tendrá es para llevarse las manos a la cabeza. Varios fueron culpa de Ney, como aquella absurda carga de caballería, sin duda la más espectacular de la historia con la de Murat en Eylau, en realidad un desastroso e intempestivo suicidio. En cuanto a Napoleón, narcotizado todo el día, le pasó factura su ausencia en España. Así se habría enterado de que los ingleses, preservándola detrás de aquellos españoles y portugueses casi desaparecidos de los relatos británicos de la Peninsular War, habían tenido tiempo de instruir, foguear y curtir una temible infantería.


Además superiormente armada y equipada, porque mientras los franceses hacían turismo invasivo por Europa, con más estragos todavía que los que invadían hace poco el Madrid de Isabel Ayuso, los ingleses estaban en plena revolución industrial. La Revolución y el Imperio retrasaron ésta medio siglo en Francia. Curiosamente quien la culminó fue el sobrino, el autoproclamado Napoleón III, «el pequeño» según Víctor Hugo.
 

Los Borbones regresaron a Francia en los furgones de los ejércitos invasores. Duraron 15 años. Es mucho o poco según se mira. Luis XVIII (1814/15-1824) y Carlos X (1824-1830) reinaron sobre un país exhausto y sonado. Ambos eran los hermanos menores del guillotinado Luis XVI. Todo en ellos olía a sepulcro. Carlos X fue el Fernando VII francés. Quiso reinar con la bandera flordelisada como si no hubiera habido Revolución. Derrocado en 1830, le sucedió con la bandera tricolor Louis-Philippe I, de la casa de Orleans, rey constitucional y último monarca francés.




 Louis-V. Baillot (1793-1898) último superviviente  de Waterloo


Realmente necesarias y esenciales para la construcción del individuo, sólo hubo dos verdaderas mutaciones (mejor que revoluciones) históricas: la francesa y la femenina. Ambas con los desmadres propios de la deficiente condición humana. Si la segunda no acompañó en su momento la primera fue porque, paradójicamente, ni los revolucionarios ni Napoleón se interesaron por otra mujer que no fuera cocinera y paridera. El Código Napoleón quedó lastrado por la testosterona corsa.
 

Pero hoy permanecen los prefectos, los liceos, las grandes escuelas, los museos, el sistema de tribunales, el Banco de Francia, La Legión de Honor, la centralización administrativa, el Consejo de Estado, el Tribunal de Cuentas, por supuesto el Código Civil o Código Napoleón, el amor a un Estado firme, unitario y tutelar y lo que me dejo en el tintero. La Francia actual sigue siendo en muchos aspectos más estructuralmente napoleónica que republicana.
 

Napoleón Bonaparte restableció en 1802 la esclavitud, abolida por la Revolución. Emmanuel de Las Cases recogió su posterior arrepentimiento en el Memorial de Santa Elena, pero no le buscaremos disculpa alguna. Ha sido «el» argumento de los oponentes a esta conmemoración. No insistieron, que era lo habitual, en las víctimas de las constantes guerras, más de 700 000 franceses y 2 000 000 de sus adversarios. Sin duda porque todas eran blancas y europeas. La oposición a la conmemoración fue liderada por la rama francesa de la ideología Woke, condenada a hacer más estragos en Francia que en EEUU por obvias razones demográficas.
 

Recordaremos que conmemorar no es lo mismo que celebrar. Como ocurre con todo organismo vivo, el despilfarro energético y semántico del Imperio napoleónico lo condenaba a la brevedad. La grandeza trágica y ontológica de Napoleón lo debe todo a su fracaso. Napoleón vencedor habría sido cosa tan temible como terrible. «Usted no aprendió a despreciar la vida de los demás y la suya propia cuando es necesario. Un hombre como yo poco se preocupa por la vida[…] Mi dominio no sobrevivirá al día en que dejaré de ser fuerte y por consiguiente temido […] Debo permanecer grande, glorioso y admirado» le dijo a Metternich en la famosa entrevista de Dresde, el 26 de junio de 1813. Y Metternich le contestó: «Ojalá pudieran oírle los franceses». Pero Francia era su amante ideal: «Me acuesto con ella; nunca me falla, me regala su sangre y sus tesoros». Fue la derrota final y la santidad adquirida en la reclusión de Santa Elena las que crearon la leyenda y le infundieron al personaje la grandeza de Prometeo y la tragedia de Sísifo. Siguió latiendo muchos años en las campiñas francesas el rumor de que Napoleón no había muerto y volvería para traer la igualdad y la justicia. La vida de Napoleón fue la mejor demostración de que la condición de la plenitud del Ser es su inevitable finitud.
 

Nuestra particularidad como hijos de grandes y viejas naciones occidentales es que nuestro ser incluye vitalmente una dimensión histórica. Sin ella nos convertiríamos en zombis. Quienes quieren arrebatarnos el ser, saben muy bien lo que hacen. Ya nunca desenvainaré el sable de caballería ligera, modelo 1882, último usado por los húsares de mi familia.  Al menos sirvan estas notas para comprender por qué hoy, excepcionalmente,  gritaré, «Vive l’Empereur!».




Uno de mis mis bisabuelos. Sable, modelo 1882 



La Marche Funèbre de Napoléon