martes, 11 de mayo de 2021

Madrid. La ribera del Sena


Don de la ebriedad

 

Vicente Llorca


La ciudad está llena de ecos, como bien saben los que han deambulado por ella.
 

Enfrentándose a los que desde el siglo XIX querían hacer de París la ciudad moderna por excelencia, el escritor Luc Santé recordaba la frase de Goethe cuando la describía como: “Una ciudad en la que cada paso sobre un puente, sobre una plaza, recuerda un gran pasado, en la que cada esquina se ha desarrollado un fragmento de historia”. Para añadir él después: “La principal arteria constitutiva de la ciudad es el tiempo acumulado”. El autor belga había escrito un libro excelente sobre el París de los márgenes, los barrios aislados, la banlieue y sus personajes.


El regreso a Madrid está lleno de ecos también, en sus portales y en las plazas. Y en las mesas de las bodegas adonde van a parar nuestros pasos.


En la Cuesta de Moyano, sobre la estación de Atocha, huele a papel rancio, como sumergido en la humedad de alguna casa de vecinos en la que, no se sabe por qué, uno piensa no se abren nunca las ventanas. Sus casetas son una suerte de apoteosis del olvido. Ediciones populares, folletos de agricultura, fascículos insólitos, catálogos de una diócesis alcarreña… Aquí fueron a parar, hace tiempo, los libros de grabados que un amigo nuestro, crítico de arte, había editado con tanto entusiasmo una primavera distante. Aún recuerdo la cena opípara con que el flamante editor nos obsequiara cuando por fin consiguió publicar el primero. No se vendieron y al final podías encontrarlos, a precio irrisorio, en alguno de los puestos de la Cuesta. Aquí pude ver más tarde, entre papeles varios, el minucioso ensayo que una conocida nuestra había escrito sobre una casi ignorada, e interesante, artista zamorana de la posguerra. (Estaba al lado del libro de poemas de un contertulio nuestro, dipsómano y miope). Ella había viajado investigando sobre aquella obra casi perdida en colecciones y museos provinciales durante meses. El libro no se distribuyó, y los ejemplares fueron a parar a los caballetes del paseo igualmente. A la feria me enviaron un día cuando quise recuperarlo, junto con el raro catálogo de citas de un escultor contemporáneo. Sólo allí podía quedar alguno, me indicaron.
 

En esta resistencia melancólica figuran sobre todo los volúmenes, mínimos, tan frágiles, de la colección Adonais de poesía. Siguen apareciendo de vez en cuando. A veces hay que sumergirse en la inhóspita trastienda de los puestos para ver alguno. El premio Adonais de poesía fue en su momento motivo de una cierta celebridad literaria, noticias en la prensa y cena de autores y allegados en el café Gijón, con alguna fotografía de los comensales que después se conservaba en la biografía de los efímeros llegados al Parnaso. Entre los libritos, alguna rara joya como la traducción de los Cuatro Cuartetos de T.S. Eliot, en versión de Vicente Gaos; las Poesías de John Keats en 1946; el Naufragio del Deutschland de Gerald Manley Hopkins; o la primera edición del “Don de la ebriedad” de Claudio Rodríguez, entre otras.
 

Pero también todos los volúmenes, mínimos igualmente, que incluían en la portada el lema “Ganador del Premio Adonais” y que, de tarde en tarde, aún aparecen en la feria. Quién se acuerda ahora de José Suárez Carreño, Julio Maruri, Luis Feria, Pureza Canelo o Jesús Hilario Tundidor, cuyos libros -alguno nada desdeñable, por cierto- yacen ahora sepultados entre las casetas…
 

En la ventosa mañana me topo de nuevo con las interminables colecciones de ensayos sobre el socialismo en el tercer mundo, que tuvieron cierto público allá por la década de los 70. También, con la sombría novela de los años de la posguerra, en las ediciones de Destino o de Áncora y Delfín. En una caseta encuentro un volumen, el único que les queda, de la clásica colección de Aguilar de arte, la del “Universo de las formas”. Se titula Sumer. No es muy interesante. No tienen ninguno más, me dicen.
 

Salgo con dos libros raros, al fin. Una es una colección de ensayos sobre la ciudad del Tajo, del poeta Luis Felipe Vivanco, “Los ojos de Toledo”, que desconocía por completo. El otro es el primer volumen de la revista Hiperión, que editara Jesús Munarriz allá a finales de los años 70, que se titula “Los viajes”, y que además creo que ya tengo, en algún lugar que ignoro de qué estantería perpleja. Sé lo que me voy a encontrar en ambos: en el poeta Vivanco la sensación de las cosas que pesaban aún, cotidianas y con un vago aire provinciano, cuando en la posguerra todo era sólido todavía. En la revista de Jesús Munárriz, la prosa de una generación de autores que surgían detrás del paisaje del franquismo y habían comenzado a viajar por una Europa accesible y literaria al mismo tiempo. Como Fernando Savater, Félix de Azúa, Fernando Sánchez Dragó, el cineasta Ricardo Franco… O, para mi sorpresa, un poema del maldito Leopoldo María Panero que recordaba vagamente todavía.
 

En la taberna, barrio arriba, el tiempo parece haberse aislado luego un tanto de la mediocridad de los días afuera. M., el tabernero, se empeña en hablarnos desde la barra de la función de la flor del vino en las botas de las bodegas, que da lugar a las diferentes añadas y los diversos caldos que surgen de su función oscura. Unos conocidos nos miran desde la otra mesa con gesto de escepticismo. Pero a mí me resulta fascinante la tarea lenta del velo del vino en la barrica sombría y prosigo escuchando a M., que mientras ha rellenado la copa con unos caldos diferentes.
 

Más tarde, se nos suma el profesor García, con quien nos habíamos citado días antes. Curiosamente, el profesor comenta la misma sensación del tiempo ajeno a la corriente banal de los días, esta vez en el recuerdo de las páginas que el exiliado Azorín escribió en el París donde se exilió al comienzo de la guerra. Y en las que la contienda civil, la inminente guerra mundial no parecían tener lugar. Sino la descripción de la ciudad de la monarquía burguesa de Luis Napoleón. Y los paseos cotidianos del alicantino por la ribera del Sena, los puestos de los bouquinistes, ciertamente ajenos a los avatares del Frente Popular, dentro y fuera de las fronteras francesas. Yo había estado releyendo las páginas contemporáneas de un Baroja que se había refugiado también en el Sena, y que en cambio, hablaban de la guerra civil y de su nostalgia de Vera de Bidasoa y Madrid con profusión.
 

Un antiguo galerista de arte, comentamos, está escribiendo estos días encendidas proclamas sobre la ignorancia de los que han votado en las últimas elecciones en la capital. De alguno de los ministros iletrados que aparecen en la prensa, ha cabido escuchar su desdén por la chusma ignorante y tabernaria que ha optado por la barbarie, afirman. Un escritor del régimen insulta a los tertulianos que nos rodean, sin ellos saberlo.


El profesor García ha hecho un gesto de desdén.


-Cada día son más idiotas -dice.


Yo sé que él, becario de la Sorbona y adepto a una cierta tradición francesa –todavía lee a Sartre, y a Baudrillard, y a Julia Kristeva, que es peor– votaba antes a los funcionarios del partido.

 
Después de comer en otra trastienda nos tomamos sendas copas de Armagnac. Desde la terraza madrileña el brandy francés es como un recuerdo de una Europa detenida en un tiempo lluvioso, lenta y distante de la barbarie inmediata.