Ignacio Ruiz Quintano
Las guerras suelen comenzar mediante ataques por sorpresa: el ejemplo más célebre, hasta ayer, era el ataque japonés a la base norteamericana de Pearl Harbor, llevado a cabo el 7 de diciembre de 1941. En plena tensión entre Estados Unidos y Japón, ¿cómo pudo suceder tal cosa?
En su magnífica «Historia de la incompetencia militar», el historiador Geoffrey Regan incluye el episodio de Pearl Harbor en una modalidad de error que suele sobrevenir por la manía de rechazar la información poco agradable. Cita a Norman Dixon —«On the Psychology of Military Incompetence»—, que explica cómo un hecho inesperado contiene más información que un hecho previsible, sólo que un hecho inesperado no se asimila con igual facilidad que uno imprevisible. Así, pues, en el caso de un estratega, la cantidad de información que cada hecho contiene no debe exceder la capacidad individual de asimilación. Si resulta, además, que el estratega está convencido de que dispone de toda la información que necesita para fundamentar sus decisiones, las noticias alarmantes serán mal recibidas y consideradas poco fiables. Y esto es, según, Regan, lo que hizo posible el episodio de Pearl Harbor.
Era domingo y, con noventa y seis buques anclados en el puerto, el comandante en jefe de la flota norteamericana en el Pacífico, almirante Husband E. Kimmel, jugaba al golf en compañía de su colega el general Short. Al acumularse los datos acerca de la actividad naval de los japoneses, Kimmel consultó a su oficial de operaciones, el capitán Charles MacMorris, sobre las probabilidades de un ataque sobre Honolulú. «Ninguna», fue la respuesta. Cuando la aproximación de los aviones japoneses fue detectada por la estación de radar más cercana, en la mente del oficial de servicio del Centro de Información, el teniente Kermit Tyler, no cabía la posibilidad de que los «blips» de la pantalla correspondieran a vuelos que no fueran los previstos de los propios bombarderos B-17, y descartó el informe pronunciando la frase inmortal: «Bueno, no hay que preocuparse por esto.» Treinta minutos más tarde, la aviación japonesa destruía la flota anclada en Pearl Harbor, pero, como aclara Regan, la incompetencia del teniente Tyler fue sólo una pequeña parte de la incompetencia general.
John K. Galbraith ha descrito la cautela con que el presidente Roosevelt se andaba sobre la intervención militar de los Estados Unidos. Primero, por respeto al sentimiento aislacionista, el síndrome de «Primero América», muy intenso en el país. Y luego, porque las fuerzas armadas norteamericanas eran por entonces equiparables «a las de Portugal». Por tanto, lo que comprometió a los Estados Unidos en la guerra no fue una idea presidencial, sino las acciones increíblemente dementes del enemigo: «El ataque japonés a Pearl Harbor estuvo inmejorablemente proyectado para poner en pie al excombatiente más reacio.» A las dos horas del suceso, llegó la declaración de guerra a los Estados Unidos por parte de Hitler. Sobre este momento delirante, Galbraith anota: «Se me hace difícil describir el alivio que supuso enterarnos de tan monumental demencia.» Años después, cuenta, en un interrogatorio al «notoriamente lerdo» Joachim yon Ribbentrop, el ministro nazi de Asuntos Exteriores, en una prisión de alta seguridad de Luxemburgo, se le preguntó por los motivos para prescindir de todo vestigio de inteligencia. «Replicó que Alemania se había visto obligada por las cláusulas de su tratado con Japón e Italia. Un joven ayudante bilingüe que estaba ocupándose de la traducción preguntó por su cuenta: “¿Por qué fue ese tratado el primero que decidieron respetar?” En diciembre de 1941, Hitler resolvió como no pudo ningún estadounidense lo que tan grave problema era para Franklin D. Roosevelt.»
Naturalmente, nadie es capaz de prever aún las consecuencias que sobre el orgullo norteamericano tendrá el alucinante espectáculo de ayer, con TV en directo, como en las «pesadillas virtuales» de Buadrillard. Pero, siquiera literariamente, han de ser mayores que las producidas por la gamberrada del joven alemán Mathias Rust, que el 28 de mayo de 1987, aterrizando con una avioneta en la Plaza Roja de Moscú, forzó la «rendición», por la vía del ridículo ante el mundo entero, del orgulloso oso militar que representaba la Unión Soviética. ¿Debemos poner a pastar el cerebro cartesiano mientras el instinto juega?
Teniente Kermit Tyler
Cuando la aproximación de los aviones japoneses fue detectada por la estación de radar más cercana, en la mente del oficial de servicio del Centro de Información, el teniente Kermit Tyler, no cabía la posibilidad de que los «blips» de la pantalla correspondieran a vuelos que no fueran los previstos de los propios bombarderos B-17, y descartó el informe pronunciando la frase inmortal: «Bueno, no hay que preocuparse por esto.»