Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Tres a uno al Éibar, el equipo escopetero, en un teatro absurdo cuyo único suspense estuvo en las “pausas de hidratación”. Por algo Ionesco, su creador, decía deber mucho a un estafador, Kerz, que quebró el día de la última representación de “Rinoceronte” en Nueva York, haciéndole famoso en América.
Volvíamos al fútbol cuarenta mil muertos después de la peste, que tuvieron su minuto de silencio, unos veinte segundos de “Hasta que llegó su hora”, de Morricone, flamante Princesa de Asturias por la cosa, al decir del jurado, del imaginario colectivo. O sea, la Nueva Normalidad: un cartón que hace de público y la misma ruidajera mediática fingiendo la Nueva Realidad. Faltó Simón haciendo el saque de honor, ahora que compite con Ramos (disfrazado de Meireles) en venta de camisetas.
Todos sabemos que en Zidane lo importante no es su fútbol (tres ruletas y una volea), sino su baraka: nos podíamos reír del Visitante Nocturno que rige su vida profesional, pero cuando todo indicaba que hincaría la picacha en Manchester ante el City de Guardiola una pandemia china detuvo el viaje a Inglaterra, ante lo cual el tirillas de Sampedor, que no se cree español, hubo de hacer suya la blasfemia de Felipe II:“¡No envié mis barcos a luchar contra los elementos!”
De Napoleón se dice que, en lugar de firmeza de ánimo, mantenía una fe supersticiosa en la fortuna que no le permitía avanzar sin ella. (Ojo al dato, García: “El día que sintió que el infortunio se apoderaba de él –recuerda su mejor enemiga–, dejó de luchar y desde el momento mismo en que su destino se torció, se desentendió del de Francia.”) En el curso d su carrera, antes de nombrar general a uno de sus oficiales, Napoleón preguntaba a sus amigos si era un hombre que solía “tener suerte”. Quizás eso explique en Zidane lo de Pintus y Dupont. Y todas sus alineaciones inexplicables, claro. Y algún fichaje, como el del belga Hazard, de prodigioso y marilynesco antifonario (“dos títeres peleando bajo una sábana”), que venía a cerrar el paso a Vinicius (¿esto cae dentro del “Black Lives Matter”, o dejamos la cosa en Lincoln y Churchill?)
Mentiríamos si dijéramos que nos hace ilusión volver al fútbol-chicle de Zidane, pero al menos cambiamos de estadio, para que todo siga igual. El caso, en cualquier caso, era volver. Entre el “Santiago Bernabéu” lleno de turistas y el “Alfredo Di Stéfano” vacío de solemnidad pasó el Doctor Simón. Un fútbol en silencio es un fútbol de peces. Perdimos la ocasión, otra más, de pedir a Ramoncín, que tantas ganas tenía, un himno para la situación, donde no pega el motete de la Décima.
A partir de la pandemia china, el fútbol pasa a ser una cuestión de distancias, como lo fueron siempre los toros y el boxeo. Lo llaman distancia social, que el fútbol, en tanto que representación de la sociedad, debe respetar. Es el triunfo absoluto de “la zona”, y hay que esperar que esto se nos pete de Messis, es decir, de virgueros sin oposición en la cancha.
Las autoridades sanitarias habían establecido la distancia social en dos metros, pero Edmundo Bal, el líder carismático de Ciudadanos, consiguió reducirla a metro y medio. Si el hijo de Darwin presumía de un padre capaz de saber diferenciar entre “un cuarto de hora” y “diez minutos”, nosotros podemos presumir de un padre de la patria que sabe diferenciar dos metros de metro y medio. ¿Por qué el Madrid no ha recurrido a Bal para salvar el palco?
El fútbol sin público es una charlotada, pero el Madrid sin palco es una Francia sin Versalles. Con la distancia social del metro y medio de Bal, podía haberse aprovechado la tribuna cubierta del “Alfredo Di Stéfano” para reproducir el palco del Bernabéu.
Quedémonos con la copla de Valdano: Hazard, nos dice, es un regateador que en estática te regatea a base de freno y aceleración.
Di Stéfano
¡SERÁ POR CAMBIOS!
En busca de algún aliciente al fútbol post-pandemia, el reglamento se abre a cinco cambios por equipo. Nos vamos, pues, al baloncesto, pero no a lo mejor del baloncesto, que es su tiempo de posesión, sino a lo peor, que es el baile de jugadores. Diez cambios bien movidos suponen agitación en la banda, a falta de público en la grada. Pero si con dos cambios había delegados que se liaban y provocaban alineaciones indebidas, con cinco cambios los clubs van a tener que contratar los servicios de una gestoría, y con las gestorías, el fin de los Chendos en los banquillos. Más la vuelta de tuerca contra los equipos pequeños, cuya estrategia era el desgaste físico de los equipos técnicamente superiores para, en el desequilibrio físico, intentar lo que los cronistas de toda la vida llamaron “la hombrada”. Sin posibilidad de embarrar el terreno de juego ni recurso a la fatiga del contrario, la competición se queda en un paseo de ricos con distancia social.