Martin Buber
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
El nuevo cuajo del Régimen es la cara de Edmundo Bal. ¡En esa cara quisiera ver yo trabajando a los Buber y a los Lévinas!
Con los lametones de la osa virgiliana para dar forma a sus oseznos, anda el Régimen redondeando su Segundo Consenso, el separatista, cerrado a falta de algunos flecos como fue expuesto en un editorial del periódico de las elites en junio de 2016, y envía a Bal (había cosas que los ratones se negaban a hacer) a vendernos alfombras por los bares con el cuento de la Santa Transición, esa caricatura del Directorio francés, pero sin Bonaparte, claro, de quien sólo hemos copiado el Salario Mínimo Vital que el general corso dispuso para su Guardia Imperial.
El militarón Bonaparte, que caminaba sobre las puntas de los pies, “dándole a su cuerpo una especie de movimiento que había copiado de los Borbones”, constituye todo el triunfo de la Revolución francesa, que consagra ese odio europeo a la libertad que ha llegado a nuestros días.
–Rousseau –decía el dictador francés– fue la causa de la Revolución. Por mi parte, no tengo queja, porque fue gracias a la Revolución que ocupo un trono.
Los liberalios de la época tenían el mismo cuajo que los de ahora, y sostenían tan pichis que la libertad (esa libertad que los medios llaman hoy “populismo”) sólo era posible en Inglaterra porque es una isla, en Holanda porque es una llanura y en Suiza porque es un país montañoso. La obsesión psiquiátrica de Bonaparte (¡y de Hitler!) fue la libertad inglesa.
–En los sistemas liberales también se reprime la libertad política –nos recuerda un gran español–, ahogándola con libertades personales que la comprimen en un consenso.
En el Estado de partidos, cuyo modelo es la Alemania del “canto creciente del macho cabrío” (Botho Strauss), donde la führeresa controla todos los medios (nadie sabe qué pasó el fin de semana en Stuttgart), existen, pues, todas las libertades públicas, salvo la política. Por eso en él todo es mentira menos lo malo. Y lo malo es Zapatero.