lunes, 22 de enero de 2018

El crac del 29

Galbraith

Ignacio Ruiz Quintano
Abc

    Lo más parecido a este Madrid liguero, cuya única aspiración desde la víspera de Navidad debe ser la Cuarta Plaza, es el crac del 29.

    “The Great Crash”, tituló Galbraith su famoso libro sobre la historia de un gran caso de prosperidad y súbito desplome del mercado de valores, antesala de una implacable depresión.

    –El descenso resulta siempre más súbito que lo fue el incremento y, además, un globo que ha sido pinchado no se desinfla de un modo ordenado.

    Galbraith nos recuerda que siempre que los mercados experimentan ciertas turbulencias, las frases que se utilizan son las mismas: “La situación económica merece fundamentalmente nuestra confianza”. O simple y llanamente: “Los fundamentos son buenos”.

    –Pero, cualquiera que escuche estas palabras, sabe ya que algo va mal.

    Quien habla de mercados, habla de clubes; quien habla de clubes, habla del Madrid; y quien habla de hacedores de frases, habla de Zidane. Zidane diciendo que los fundamentos son buenos y que la situación deportiva merece fundamentalmente nuestra confianza, que es la suya, con lo cual ya sabemos todos que algo va muy mal.

    –Zidane no es un entrenador de fútbol –decía ayer, en un bar de boinas, un parroquiano que apuraba el café antes de irse a cazar: quiero decir que no parecía un lector de Galbraith–. Zidane es un gestor de vestuario.

Crac del 29

    Sabemos qué es un “comentario de vestuario” gracias a Trump, y gracias a Zidane acabaremos sabiendo qué es un “gestor de vestuario”.

    “Gestor de vestuario” es aquél que dirige un equipo de fútbol que no juega a nada por culpa de “la dinámica”, al decir de los comentaristas de Roures, y ellos sabrán qué quieren decir. Son como el profesor Irving Fisher intentando salvar la cara de Harvard por no haber anticipado el crac del 29:

    –Era la psicología del pánico. Una psicología del populacho vulgar y ruin, y el caso no es que originariamente el nivel de precios del mercado se debió principalmente a esa psicología según la cual se venía abajo porque se caía.

    El docto profesor se equivocaba como siempre que hablaba sobre el mercado de valores: el “populacho vulgar y ruin” no vendió, sino que le vendieron hasta que lo liquidaron.

    Cuando la flor de Zidane inundaba de títulos el museo madridista, el club fichaba jóvenes españoles para “asegurar el futuro”, como diría el profesor Fisher. Pero esos jóvenes llevan camino de morirse de viejos en el banquillo como se morían las liebres españolas en el campo, mientras los españoles se morían de hambre, al decir de Dumas, el francés que por parecer romántico tomaba cada día en una calavera la leche de su desayuno. Todo indica que, a la pérdida de Ceballos, hay que unir la de Arrizabalaga. No podemos imaginar lo que hubiera dicho la prensa del Movimiento si el cenizo de esos jóvenes hubiera sido, en vez de Zidane, Mourinho, aquel “enemigo de España” que ponía en peligro los destinos del Combinado Autonómico del marqués de Del Bosque.

    El Deportivo de ayer no fue el del Centenariazo, pero a más de un pipero se lo pareció cuando marcó Adrián López tras el fallo de Navas, al que se le ha puesto cara de portero de finca. Pero remontó el Madrid de “la conjura”, ese tipo de reuniones celebradas, en la actividad futbolística igual que en la actividad económica, no porque haya alguna cosa que hacer, sino porque es necesario dar la impresión de que se está haciendo algo. No hubo rival. Y volvió Benzemá, ese “déjá vu” del Bernabéu, recibido con pitos del público de pago y aplausos de los “kikos” del Departamento de Animación. La Cuarta Plaza llevará inscritos los nombres de Nacho y Bale.



EL FINAL DE GAMPER

    Sé de un amigo culé que ha quedado más conmocionado por el documental “Gamper, l’inventor del Barça” que por la nota oficial del Barcelona en apoyo del golpe de octubre contra el ordenamiento constitucional, hecho que ha pasado desapercibido para la Liga de Fútbol Profesional, cuyo lema es “No mezclar fútbol y Código Penal”. Gamper, que era suizo, se suicidó en 1930, después de haber comprado cuantas acciones pudo durante el crack de Wall Street. La leyenda dice que, luego del Jueves Negro, los especuladores se arrojaban desde las ventanas, mientras los peatones seguían sus recorridos sorteando con delicadeza los cuerpos de los financieros caídos. En realidad, sostiene Galbraith, no hubo ningún suicidio. Pero siempre constituye una justificación magnífica decir: “Le pilló la crisis al pobre hombre”.