Ignacio Ruiz Quintano
Abc
La democracia, como el cine, es un tema de conversación europea que únicamente cuajó en América.
Los americanos tuvieron desde el principio la pasión de la libertad, una cosa desconocida en Europa, donde lo que se impone, como consecuencia de la lucha de clases, es la pulsión de la igualdad, una utopía cuya persecución requiere de la dictadura.
Libertad e igualdad son como agua y aceite, pero aquí, donde el análisis se sustituye con la propaganda, todo el mundo se empeña en mezclarlas para que en la grande polvareda perdamos a don Beltrane, que es la democracia: representación y separación de poderes.
Ahora que los nuevos españoles se debaten entre el voto cursi a Ciudadanos, que promete un “salario digno” (?), y el voto cani a Podemos, que promete dar el paseo (suponemos que en efigie) a “la casta” (?), hay que recomendar, sin más, la lectura de “El Federalista” a los jóvenes que tengan la curiosidad de la democracia, de la que en España (y en Europa) sólo sabemos por sus enemigos, salidos de las madrasas universitarias del marxismo y sus guitarrones.
La pasión de la libertad inspira en Hamilton, Madison y Jay controversias de una grandeza, sencillez y belleza insuperables, frente al odio, la confusión (vivimos donde la confusión ha hecho su obra maestra, avisó Shakespeare) y el feísmo que la pulsión de la igualdad (siempre para los otros) inspira en el profesorado (en España, desde el maestro Ciruela, todo quisque es profesor) que pastorea la industria política.
El palenque político suena a berrea del gorila, por la cantidad de golpes de pecho que se pegan los gallitos contra la corrupción, pero ninguno de los nuevos viene con la promesa de sacar a los partidos del Estado y devolverlos a la sociedad. Tiene guasa que el único en reconocer (lo hizo el otro día) el engaño del sistema proporcional sea… Gonzalón, que lo impuso (¡razón de Estado!) en el 76 frente a Fraga, que venía de Londres y pedía el mayoritario.