Abc
Se nos acabó el dinero y cambiamos a los políticos por los economistas, pero sólo ha servido para darnos cuenta de que la economía tiene de ciencia menos aún que la política.
Schumpeter, el economista que siempre caía en los exámenes, sostiene que los tíos más inteligentes pueden ser unos perfectos idiotas en cuanto hablan de política, y todo, según él, porque votar es gratis.
Desde luego, nadie compraría en el mercado lo que los economistas nos venden en la política. Yo los veo como a los echadores de cartas con que nos amenizan las madrugadas en los canales de TV a los insomnes.
El ministro De Guindos vende que el español ha perdido el miedo a perder su empleo. El Nobel Joseph Stiglitz (“call me Pepe!”) aconseja el derroche a Pablemos, que tiene de padre ecónomo de su chiringuito a Monedero, que con cincuenta años no sabe hacer ni una factura en Alcobendas (donde Tarzán y su p… madre tenían un piso). El ciudadano Garicano ofrece herramientas (¿azadas?, ¿ganzúas?, ¿radiales?) a los autónomos para ayudarnos a superar la crisis. Y Varouafkis, que apareció en los telediarios como Furio Giunta (el matón napolitano traído de Italia por Tony, que al final huiría al enamorarse de Carmela) en “Los Soprano”, al grito de que gobernar es soñar, ha hecho, simplemente, el idiota. Pensaba en cobrar a los alemanes por la ocupación nazi de Grecia, antes de pasarles a los turcos la cuenta de la ocupación otomana.
Varoufakis, que no se sabía, siendo griego, el papel de las cigarras en las fábulas, quiso hacer creer a los incautos que los euros de frau Merkel eran como el gallo de Esculapio en el cuento de Clarín, es decir, otra ironía socrática.
En ese cuento, cuando los discípulos del maestro se disponen a cumplir el encargo, el animal les recuerda que en Sócrates todo es ironía. Mas Critón buscó una piedra y acertó al gallo, que cayó cantando:
–¡Quiquiriquí! Cúmplase el destino. Hágase en mí según la voluntad de los imbéciles.