Hughes
En la grada la primera sorpresa fue comprobar que el Barcelona se está empezando a convertir en un equipo amarillo. Una grada amarilla, chinesca, propensa a la gafancia. Predominio de lo cuatribarrado sobre lo azulgrana, que dice mucho sobre algunas cosas y que dio al conjunto un color entre amarillo y morado así como icterícico y preocupante, como de cardenal de unos días. Ese amoratamiento, que es como un amoratamiento de la vida española, estalló en silbidos contra el himno nacional, que fue dignamente coreado por la afición del Madrid. Precaria restitución. En realidad, el himno debería escucharse en silencio, salvaguardado de ese hiriente griterío. De fondo a fondo, un diálogo inacabable, ensordecedor. Las dos aficiones podrían estar gritándose hasta el final de los tiempos.
Al animar, el madridismo era un oleaje blanco, redondo, unitario; el barcelonismo, un conjunto miniaturesco, puntillístico, medieval.
El césped, veintidós milímetros perfectos (¡y mojaditos!), como el pubis feraz de una diosa africana.
Ancelotti tuvo el detalle de no sacar a Illarramendi. Con Isco y Di María el 4-3-3 se convirtió defensivamente en un claro 4-4-2 (¡qué alegría la del cronista cuando ve el equipo dibujadito!). Di María y Carvajal estaban muy pendientes de Iniesta y el conjunto trataba de presionar la salida de balón del Barcelona, tan debilitada. Bale jugó más adelantado, más en delantero, y Benzema dio su habitual recital de ninja con pompas de jabón. Le faltó el remate, como siempre, en los dos balones que le dejó el galés. Isco brilló en un par de robos y su concentración fue aplaudida por el público. Uno de ellos originó el gol de Di María, que seguía en su extenuante racha de fútbol. Tras robar, el malagueño vio un pase al hueco y a su clarividencia se sumó la de Benzema. El gol despertó una histeria en la grada. Todos querían celebrarlo con Cristiano, sonriente con su gorra de chico de boy band. A partir de ahí, de un modo progresivo y empezamos a pensar que inevitable, el Barcelona fue subiendo líneas. Aunque con gran esfuerzo al principio, fue aculando al Madrid atrás. Eso sí, los blancos mantuvieron dos líneas defensivas muy claras y se apreció una mayor seriedad y consistencia. Entre esas dos barras de futbolín se quería meter Messi, pero sin poder del todo. Se nota que el Barcelona no está bien en el aire despegado, libre que adopta el fútbol del argentino. De nueve suelto, entrando y saliendo de la zona, el 10 fue controlado por Alonso y Ramos, que establecieron una defensa solidaria a base de gritos, avisos y reojos. Messi parece una princesa modernista pensando en Brasil. El peligro culé vino sobre todo por Iniesta. En un lance introdujo un pase al lateral entre tres defensas blancos. Esos pases increíbles en los que salvando un espacio adelanta el tiempo de la jugada. Pero el juego culé fue muy parsimonioso, muy tántrico, sin desmarques, sin rupturas. Todo al pie, moviendo posiciones muy quietos, intentando equivocar la marca rival sin grandes cosas, ¡trileros posicionales culés! El Madrid se defendió, pues, con mayor solvencia de lo habitual, y consiguió controlar al pequeño. Brilló Pepe, que poderosísimo se fue al ataque un par de veces (pelambre de Pepembauer). Sólo tuvo un lapso (su pasmo de siempre) y mandó con energía atrás, como fardando ante Bartra y Mascherano. No sufrió el Madrid, capaz de ofrecer una sensación de conjunto.
En el descanso se intentaba por algún anunciante una foto panorámica de 360 grados, «selfie» masiva que recondujese a cierta armonía a las aficiones. Si el Madrid se hubiera atrevido a presionar más arriba, el terror culé habría sido absoluto. Qué debilidad la de su zaga. Al inicio de la segunda parte el Madrid parecía mejor. Por líneas e individualmente. Bale hizo un regate cortísimo seguido de zancada larga asombrosa (¿se está adaptando su tobillo a una labor española de vainica?). Y Pepe, casi sacrílego, volvió a desgarrar la urdimbre del centro culé. Es decir, dos zancadas que eran la demostración de la superioridad física del Madrid ante el pasito japonés, de geisha, del Barcelona. Hubo ocasión de Benzema, algún olé madridista, pero no se mató el partido y en un córner tácticamente absurdo Bartra le coló a Casillas el gol con el que nadie contaba. Acusó el Madrid el golpe, se vino un poco abajo, pero Bale decidió ganar la final con un gol que firmaría el mismísimo Gento. Se salió del campo para volver a entrar como si al velocista le siguiera el delantero. En términos futbolísticos, una genialidad. En términos contables, una amortización finalizada. Hernias así las quiero yo. Luego un palo de Neymar. La cruz del Tata triste. La galerna de Floren, bisonte zurdo, se sube a Cibeles.
Beavis/Bale