Ignacio Ruiz Quintano
Abc
En Semana Santa, mientras las televisiones cafres ponen películas de romanos, las televisiones cultas, en vez de salir a la calle a contar lo que ven, se quedan en el estudio a contar lo que saben, pero sólo saben que nada saben.
–¡Curioso el prestigio de la desilusión y el desprestigio del iluso! –exclama Javier Gomá en su último libro, “Razón: portería”, uno de cuyos ensayos está dedicado a la busca del Jesús histórico, esa industria alemana del entretenimiento que a mí me ha llevado en este tiempo a la relectura, por contraste, del segundo libro del Jesús de Nazaret de Ratzinger, que abarca desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, y que está escrito con una belleza propia de un genio que ha caminado con zapatos rojos (“¡de Prada, de Prada!”, berreaba nuestro columnismo “engagé”) bajo el techo de la Sixtina.
Gomá, filósofo de la ejemplaridad, da por seguro que, “después de tan agotadora investigación erudita”, el profeta pobre y de vida corta (“el individuo más estudiado, analizado y escrutado de la historia”) es el hombre más carismático que haya existido y personifica “una ejemplaridad absolutamente extraordinaria”, que luce con una limpieza, actualidad y universalidad aún mayores que en la mítica imagen antiguo-medieval.
Mas la cultura socialdemócrata, basada en la propaganda (ruedas de molino) y el desprecio de los hechos, despacha con la disyunción razón o fe (cristiana, por supuesto) todo afán de trascendencia.
Y no sé por qué el relato del origen del racionalismo, cuyo Método fue recibido por un Descartes veinteañero en un sueño de una noche de otoño, ha de ser científicamente más bello que el relato del origen del Cristianismo, que hoy conmemora su gran noche, que es su gran día.
En una noche así Pascal oyó al Cristo en agonía en el Monte de los Olivos (“¡Abbá! Tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz”) que le decía: “Aquellas gotas de sangre, las he derramado por ti”.