domingo, 31 de marzo de 2013

“Cagancho” o la ley de la frontalidad

Horus

Víctor de la Serna

Cacho era un mozo del almacén de mi abuelo. El almacén de mi abuelo era uno de aquellos almacenes clásicos de Santander, pueblo colonial. Todavía lo gobierna hoy, en el mismo sitio, en la calle Méndez Núñez, uno de los hombres más inteligentes y sensibles de Santander: Joaquín González Domenech. Cacho ha muerto ya, hace muchos años. Lo mató un carro donde Cacho tenía que morir, porque allí había vivido toda su vida: en el Muelle. Cacho era un hombre ya viejo, muy sordo, cuando yo lo conocí. Venía yo con mi madre a Santander, desde la aldea, y uno de nuestros puntos de recalada fija era la casa de D. Cándido González, el socio de mi abuelo. Recuerdo aún con emoción que Cacho, con aquella pura lealtad que guardaba para sus amos de cuarenta años, me hizo unas caricias pegajosas, que yo, un poco huraño y cerril, rechazaba. Y recuerdo que Cacho me dio una peseta en perras gordas.

En la esquina de la calle de Méndez Núñez había un ciego que tocaba el acordeón y era gran amigo de Cacho, con quien pegaba la hebra frecuentemente. Cacho era una autoridad para el músico. Una vez pasaban por allí unos gitanos, y Cacho hizo un comentario, al que siguió esta breve conversación:
    
-Oye, amigo Cacho: tú que lo sabes todo, porque andas siempre con señores, ¿de dónde son los gitanos?
    
-¡Mira éste! Pues, ¿de dónde van a ser? ¡De Egipto!

Pues bien; esta simplísima deducción del pobre Cacho no parece tan disparatada. Al contrario.
Hasta ahora, los etnólogos no parece que se han puesto de acuerdo sobre el origen de los gitanos. Desde luego, no se trata de gentes europeas y jaféticas, sino de gentes semíticas. Con el término gitano se ha llegado a confundir a todos los pueblos erráticos y vagabundos que cruzan los caminos del mundo en tribus y que acampan a veces durante siglos en barrios extremos de grandes ciudades del mediodía de Europa. Y así se ha llegado a llamar gitanos a los bohemios, a los zíngaros, a los caucásicos, a algunos pueblos rumanos que emigran. Pero los gitanos auténticos parece que son una familia especial dentro de estos pueblos lunáticos, y que, desde luego, los gitanos españoles forman una especie de aristocracia espiritual entre ellos.

No hay para qué sacar a colación lo que el arte popular, singularmente el arte lírico español, debe a los gitanos. Desde las filigranas de la “Preciosillla”, de Cervantes, hasta las de Pastora Imperio, tres siglos de la historia lírica y coreográfica de España están llenos de nombres de gitanas bailaoras y cantaoras. El arte de los toros también ha tenido entre los gitanos “ilustres” cultivadores.
Yo no sé si los gitanos, efectivamente, como decía Cacho, proceden de Egipto. Pero, viendo a Cagancho, empieza uno a sentir serias preocupaciones. Cagancho es un egipcio casi puro. Cagancho es un relieve de Tebas, una figura arrancada del palacio de Karnac. Yo quisiera poder  publicar, ilustrando esta “viñeta”, una fotografía del perfil de Cagancho, con los hombros en un mismo plano, los pies ligeramente separados, pero plantados, los dos pegados al suelo, los brazos sueltos sin esfuerzo, y, al lado, la reproducción de la cabeza de Amenofis IV, esa romántica cabeza del abuelo de Tut-ank-Hamon, y la de un relieve de un palacio egipcio de la Cuarta Dinastía. El parecido sería pasmoso.

Cagancho, al torear, guarda en su línea la milenaria ley de la frontalidad, en virtud de la cual los egipcios representaban siempre la figura humana con la cabeza y los pies de perfil y los ojos y el busto de frente.

Al cabo de los millares de años, este relieve egipcio viviente viene quizá a enseñarnos que la famosa ley no era una aberración de la perspectiva, no era una infantil manera de figurar la dimensiones del cuerpo humano, sino una portentosa síntesis, una admirable estilización de los movimientos de una raza elegante y aristocrática que había ennoblecido el barro deleznable de la carne con el ritmo de los movimientos.

Cagancho es una lección de etnografía, una lección de arte y de historia. No es un torero a secas. Es un gitano que torea, y al torear revive en su figura ágil unos movimientos seculares de una raza fina de reyes, que hace milenios cazaba leones en el desierto de Libia, y hoy, depauperada y en el destierro, mata toros en los ruedos españoles.

Cagancho, nieto de faraones, es la ley de la frontalidad delante de los toros ibéricos. Estos toros que nuestros abuelos remotos fundían toscamente en los bronces de Costig, mientras en las márgenes del Nilo se llegaba a un grado de sensibilidad artística insuperable.

Quizá el pobre Cacho tenía una inspiración misteriosa cuando, hace treinta años, contestaba, en la esquina de la calle de Méndez Núñez, al ciego del acordeón.
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*Entre 1927 y 1929, Victor de la Serna creó y dirigió en Santander el diario El Faro, donde apareció este texto
J. R. M.
Cagancho