Arnaud Imatz
El General no era antieuropeo, como querían hacer creer sus adversarios serviles a Estados Unidos y a la OTAN. Quería Europa, pero no cualquier Europa. De hecho, era muy consciente de lo que representaba: los vínculos históricos entre los pueblos, más allá de sus discordias y conflictos, y las extraordinarias contribuciones que cada uno de ellos había hecho al patrimonio mundial del pensamiento, la ciencia y el arte. En sus Memorias, no duda en subrayar el «origen cristiano» y el carácter excepcional de la herencia europea. «La naturaleza de una civilización -decía De Gaulle- es la que se construye en torno a una religión. Nuestra civilización es incapaz de construir un templo o una tumba. Se verá obligada a encontrar su valor fundamental, o se descompondrá» (3 de junio de 1956). La fe católica de Charles de Gaulle era profunda y, como diría su hijo, «el motor de su vida, pero nunca hizo alarde de ella». Se confesaba regularmente en una residencia de ancianos cerca de Colombey-les-deux-Églises. Cuando asistía a misa como jefe de Estado, se negaba a comulgar porque entonces era la encarnación del Estado en la Iglesia. En privado, sin embargo, comulgaba con regularidad, siempre acompañado de su esposa, que nunca faltaba a la misa dominical. Durante un viaje a la URSS, no dudó en pedir que se abriera la catedral de Leningrado, cerrada desde hacía casi cincuenta años, para poder asistir a un oficio y mostrar su apoyo a la Iglesia rusa, reprimida por las autoridades soviéticas.
Su idea de Europa y de los Estados nación difería radicalmente de la de sus oponentes socialdemócratas y democristianos, como Alcide De Gasperi, Paul-Henri Spaak, Robert Schuman y Jean Monnet (a quienes los archivos de la CIA describen «elegantemente» como hired hands o sea asalariados / mercenarios o manos contratadas). Mientras que ellos soñaban con una federación, cuya consecuencia sería eludir al máximo la soberanía popular y vaciar a la democracia de todo contenido real, De Gaulle quería una confederación. Mientras ellos tenían la vista puesta en absorber Europa en una comunidad mayor, la comunidad atlántica, él quería una entidad continental independiente y soberana. «Cada pueblo es diferente de los demás, incomparable, inalterable, afirmaba De Gaulle. Debe seguir siendo él mismo, tal como su historia y su cultura lo han hecho, con sus recuerdos, sus creencias, sus leyendas, su fe, su voluntad de construir su futuro. Si quiere que las naciones se unan, no intente integrarlas como castañas en un puré de castañas. Hay que respetar la personalidad. Hay que acercarlas, enseñarles a vivir juntas, hacer que sus gobernantes legítimos se consulten, y un día confederarse, es decir, poner en común ciertas competencias, permaneciendo independientes para todo lo demás. Así se construye Europa. No lo haremos de otro modo». «Los nacionalistas -decía también- son los que utilizan su nación en detrimento de los demás; los nacionales son los que sirven a su nación. Respetando a los demás. Somos nacionales. ¡Es natural que los pueblos sean nacionales! ¡Todos los pueblos lo son! […] Es sirviendo a su país como mejor se sirve al universo; las más grandes figuras del panteón universal fueron ante todo grandes figuras de sus países».
La idea de una «Europa del Atlántico a los Urales», de una Europa liberada del condominio americano-soviético, de un «nuevo orden europeo», de una independencia real de toda Europa frente al mundo exterior, es fundamental en la visión gaullista del futuro mundo multipolar. «Llevamos a cabo la primera descolonización hasta el año pasado. Ahora pasaremos a la segunda. Tras haber dado la independencia a nuestras colonias, ahora vamos a independizarnos nosotros. Europa occidental se ha convertido, sin darse cuenta, en un protectorado de los americanos. Ahora debemos librarnos de su dominio. Pero la dificultad estriba en que los colonizados no tratan realmente de emanciparse». Sin la obsesión por emancipar a Europa de su posición de satélite de Estados Unidos, es imposible entender la política exterior del general De Gaulle, ni su salida del sistema de la OTAN, «mero instrumento del mando americano», ni su hostilidad al «privilegio exorbitante» del dólar como reserva internacional (que da a Estados Unidos el poder de pagar sus deudas con su propia moneda, que sólo él puede emitir), ni su negativa reiterada a aceptar la solicitud de adhesión de Gran Bretaña al Mercado Común, ni su obstinada lucha en favor del arancel exterior común y de la preferencia comunitaria. «Si los occidentales del Viejo Mundo siguen subordinados al Nuevo», dijo el General, «Europa nunca será europea, ni podrá nunca unir sus dos mitades». «Nuestra política», confió a su ministro y portavoz, Alain Peyrefitte, «le ruego que lo aclare: es lograr la unión de Europa». Si me interesaba reconciliar a Francia y Alemania, era por una razón muy práctica, porque la reconciliación es la base de toda política europea. Pero ¿qué tipo de Europa? Debe ser verdaderamente europea. Si no es la Europa de los pueblos, si se confía a unos pocos organismos tecnocráticos más o menos integrados, será una historia para profesionales, limitada y sin futuro. Y serán los norteamericanos quienes se aprovechen de ello para imponer su hegemonía. Europa debe estar in-de-pen-diente». Para el General, estaba claro que Europa Occidental necesitaba aliados sólidos para hacer frente a los peligros del comunismo. Pero, a sus ojos, existía también una segunda amenaza igualmente formidable: la hegemonía estadounidense.
Por tanto, había que construir Europa sin romper con los estadounidenses, sino independientemente de ellos. Para aclarar aún más su pensamiento, De Gaulle añadió: «Europa sólo puede construirse si existe una ambición europea, si los europeos quieren existir por sí mismos. Del mismo modo, para existir como nación, una nación debe primero tomar conciencia de lo que la diferencia de las demás y debe ser capaz de asumir su destino. El sentimiento nacional siempre se ha afirmado frente a otras naciones: un sentimiento nacional europeo sólo podrá afirmarse frente a los rusos y los americanos». Lo que critica a los anglosajones es querer crear una Europa sin fronteras, una Europa de multinacionales, puesta bajo la tutela definitiva de América, una Europa en la que cada país perdería su alma. Siendo realista, prosigue: «América, lo quiera o no, se ha convertido hoy en una hegemonía mundial […] Desde la Segunda Guerra Mundial, la expansión americana se ha hecho irresistible. Precisamente por eso debemos resistirnos a ella». Y de nuevo: «Los europeos nunca recuperarán su dignidad mientras sigan corriendo a Washington para recibir sus órdenes. Podemos vivir como un satélite, como un instrumento, como una extensión de Estados Unidos. Hay una escuela que no sueña con otra cosa. Simplificaría mucho las cosas. Aliviaría las responsabilidades nacionales de quienes no son capaces de asumirlas…». «Ésa es una opinión. No es la mía. No es la de Francia […]. Tenemos que seguir una política que sea la de Francia […]. Nuestro deber no es desaparecer. Ha habido momentos en los que nos hemos borrado momentáneamente; nunca nos hemos resignado a ello […]». «Tanto la política de la Unión Soviética como la de Estados Unidos acabarán en fracaso. El mundo europeo, por mediocre que haya sido, no está dispuesto a aceptar indefinidamente la ocupación soviética por un lado y la hegemonía estadounidense por otro. Esto no puede durar eternamente. El futuro está en el resurgimiento de las naciones». ¡Palabras premonitorias! La OTAN, que debería haber desaparecido al mismo tiempo que el Pacto de Varsovia en 1991, se convertiría con el tiempo en la fuerza policial internacional que conocemos hoy, encargada ante todo de proteger los intereses de Estados Unidos. En vano, ya en la década de 1990, famosos realistas políticos norteamericanos como Henri Kissinger, John J. Mearsheimer, George Kennan, Paul Nitze, Robert McNamara y muchos otros advirtieron de las dramáticas consecuencias de la desacertada expansión de la OTAN hasta las fronteras de Rusia. No serán escuchados. La agresión-invasión de Rusia contra Ucrania en 2022 no puede explicarse sin una cronología honesta de los antecedentes del conflicto.
Apegado como estaba a la nación francesa, sean cuales sean sus componentes, De Gaulle se habría indignado ante quienes hoy se niegan a dar preferencia a los franceses. «En el preámbulo de la Constitución de 1958», recordaba, «el pueblo francés proclama solemnemente su apego a los derechos humanos y al principio de soberanía nacional». «Artículo 1: Se garantiza a todos los ciudadanos la igualdad ante la ley. No se menciona a los demás. Así pues, el ciudadano tiene prioridad, independientemente de su procedencia». Y de nuevo: «¿No nos corresponde a nosotros, antiguos colonos, que permitimos a nuestros antepasados dar preferencia a la población, exigir hoy que se dé preferencia a los franceses en su propio país? La negativa provoca el racismo».
El 24 de agosto de 1958, en Brazzaville, De Gaulle inició el proceso de descolonización del África negra proponiendo que una Comunidad de Estados Franco-Africanos autónomos sucediera al imperio colonial. Catorce Estados africanos francófonos se independizaron. En el caso más complejo y doloroso de Argelia, parece que la posición del General estaba dictada en particular por la necesidad de proteger a Francia del Islam conquistador que Malraux le había descrito. En marzo de 1959, dos meses después de su instalación en el Elíseo, De Gaulle habló a Alain Peyrefitte de sus razones para ofrecer la independencia a Argelia. «Es estupendo que haya franceses amarillos, franceses negros y franceses morenos. Demuestran que Francia está abierta a todas las razas y tiene vocación universal. Pero a condición de que sigan siendo una pequeña minoría. De lo contrario, Francia dejaría de ser Francia […] Somos ante todo un pueblo europeo de raza blanca, cultura griega y latina y religión cristiana. No nos engañemos. ¿Ha ido a ver a los musulmanes? ¿Los han visto con sus turbantes y chilabas? Como puede ver, ¡no son franceses! Los que abogan por la integración tienen cerebro de colibrí (piensa entonces en su ex amigo Soustelle), aunque sean muy cultos». «La integración es un truco para que los musulmanes, que tienen una mayoría de diez a uno en Argelia, se encuentren con una minoría de uno a cinco en la República Francesa. Es un juego de manos pueril. Creen que pueden atrapar a los argelinos con este truco. ¿Se les ha ocurrido que los árabes se multiplicarán por cinco y luego por diez mientras la población francesa permanece casi estática? ¿Habrá doscientos, luego cuatrocientos diputados árabes en París? ¿Se imaginan un presidente árabe en el Elíseo?» «Mi pueblo ya no se llamaría Colombey-les-deux Églises, sino Colombey-les-deux Mosquées». «La gente quizá se dé cuenta de que el mayor de todos los servicios que pude prestar al país fue separar Argelia de Francia; y que, de todos ellos, fue el que me resultó más doloroso. En retrospectiva, comprenderemos que este cáncer iba a acabar con nosotros. Reconoceremos que la «integración», la posibilidad que se diera a diez millones de árabes, que pasarían a ser veinte, luego cuarenta [ahora son más de 42 millones, n.d.l.a.], de instalarse en Francia como si fuera su propia casa, sería el fin de Francia».
Ningún político de hoy se atrevería a abrir un debate con tales argumentos sin correr el riesgo de caer bajo el cuchillo de los censores e inquisidores, guardianes de lo políticamente correcto, o peor aún, sin sufrir inmediatamente la ira de la ley. Pero así era De Gaulle, auténtico líder político de espíritu libre e independiente.
Luchador clarividente y decidido, a menudo decepcionado, pero siempre animado por el sentido del deber, el General se quejaba a veces en privado de la falta de ambición de los franceses, demasiado a menudo sumidos en la pasividad. En 1968, en una conversación con el africanista Jacques Foccart, le confió sin rodeos: «Doy o intento dar a Francia el rostro de una nación sólida, decidida a expandirse, mientras que es una nación perezosa que sólo piensa en su comodidad, que ya no quiere historia, que ya no quiere luchar… es una ilusión perpetua. Estoy en el escenario de un teatro y finjo creer en ello, hago creer, creo que lo consigo, que Francia está decidida, unida, cuando no es nada de eso… así que ahí lo tienen, dirigiré el teatro mientras pueda y después de mí no se engañen, todo se vendrá abajo y todo pasara». Sin duda un diagnóstico pesimista, pero que podría hacerse extensivo a toda la Europa actual. Dicho esto, para De Gaulle la lucha nunca es en vano, puede frenar el declive y es sobre todo el cumplimiento de un deber.
Por eso es difícil no sentir desprecio por la cohorte de impostores que han mitificado su memoria, para mejor traicionarla y enterrarla. Pero no importa, muchos de sus lectores y seguidores no han olvidado las esperanzadoras palabras de sus Mémoires de Guerre: «Como todo vuelve a empezar, todo lo que he hecho será, tarde o temprano, fuente de nuevo ardor después de mi desaparición«.
[1] Véase el numéro 4, Hors-Série, de la revista de Michel Onfray, Front Populaire, Quoi de neuf ? De Gaulle ! Une politique de civilisation, octobre 2023.
Leer en La Gaceta de la Iberosfera