domingo, 12 de noviembre de 2023

Si el Partido Socialista se declarara nacional


 


Félix Gordón Ordás
Presidente del Consejo de Ministros de la República
París (1951-1960)


Establecida ya la Republica en nuestra patria, don Manuel Azaña, figura prominente de ella, demostró, junto  a una tolerancia amable respecto a los hombres medios y bajos, una extraña resistencia para aceptar en sus filas a nuevos intelectuales, tal vez por un obscuro complejo de resentimiento, puesto que indiscutiblemente ellos fueron injustos para su obra literaria, no copiosa, pero sí muy selecta; y dijérase más concretamente que ponía obstáculos a determinados intelectuales jóvenes, ambiciosos como era natural, de destacarse  en el terreno político al que acudían.

Recuerdo a este propósito dos nombres típicos: Ernesto Giménez Caballero y Eugenio Montes. Ambos se acercaron a la política dirigida por don Manuel Azaña y el primero de ellos incluso escribió y publicó elogios hiperbólicos del hombre símbolo, pero con su gesto característico de desdén les fue desilusionando y ellos se apartaron poco a poco de su lado. ¿Quién ignora que los dos fueron más tarde elementos muy valiosos para la política franquista de los primeros años?

Aunque parezca muy aventurado lo que afirmo, creo que fue posible al principio lograr que el propio José Antonio Primo de Rivera  hubiese cooperado en la Republica de izquierda si con la acción y la retórica, que amaba por igual, se le hubiera sabido atraer a nuestro régimen, pues yo no he olvidado que delante de mí le dijo un día  en el Congreso a don Indalecio Prieto, por quien sentía respeto y admiración, que él se inscribiría en el Partido Socialista, si éste se declarara nacional.

El nacionalismo exacerbado de aquel muchacho, inteligente, reflexivo y audaz, a pesar de su aparente frivolidad señoritil, y su fiero antimonarquismo, engendrado por la ingratitud del Rey para el general don Miguel, se habrían podido atraer y aprovechar si en los momentos en que la Republica era todavía un gran ilusión nacional hubiese habido alguien que con perspicacia y autoridad suficientes para haber comprendido lo que en su cerebro encerraba José Antonio de positivo y la utilidad que de ello podía haber obtenido el nuevo régimen, necesitado de todas las cooperaciones españolistas inquietas por el porvenir para afianzarse, sin grandes resistencias, en el alma de todos los españoles progresivos.

Aunque me fue simpática su arrogancia, un mucho pueril y un poco jactanciosa, yo nunca cultivé el trato con José Antonio Primo de Rivera, quien me parecía bien intencionado y muy ansioso de elevar  de nuevo a España, a la que amaba, como yo, tanto o más por sus defectos que por sus virtudes.

Mi primero y más largo contacto con él fue inicialmente hostil. Estaba yo desarrollando una intensa campaña obstruccionista en las segundas Cortes contra el proyecto de restauración disimulada de los haberes al clero que había presentado el Gobierno radical-socialista y mientras pronunciaba uno de los discursos acerbamente críticos  oí a mi lado una interrupción brusca, agria y descortés. Era de Primo de Rivera, quien se sentaba  por su gusto entre las izquierdas republicano-socialistas en el escaño del hemiciclo inmediatamente inferior al mío, a cuya interrupción contesté en voz muy baja, casi al oído, diciéndole, sin ninguna alteración en la voz: “Perderá usted el tiempo si pretende desconcertarme  porque yo discurro mejor y hablo con más fortuna entre tempestades”. Se volvió para mirarme y sonrió. Eso fue todo de momento y yo proseguí mi discurso. Al terminar me pidió disculpas por lo que había dicho y añadió que le exasperaba ver  que se estaba perdiendo el tiempo en discusiones baladíes cuando tanto había que hacer en problemas más sustantivos para el país. Le hice ver mi discrepancia en la apreciación del calificativo que le merecía para mí el muy grave y “fundamentalísimo” problema  clerical.

 De observación en observación fue desapareciendo la hosquedad y hablamos casi amistosamente durante más de una hora. Fue aquella mi única conversación  propiamente dicha con José Antonio, quien estaba ya en posición poco afín con la Republica, pero no se ocultaba para expresar que nos prefería a nosotros, los hombres de izquierda en ella, ni para denostar a los radicales y, sobre todo, a los cedistas, que le irritaban sobremanera.

“Mi política en España”, tomo II, pág. 15-16, México DF, 1962.

[Gentileza de Enrique de Aguinaga]