Doctor en Filología Clásica
El placer por la matanza humana en la Revolución Francesa llegó a tanto que después de asesinar la chusma en los primeros días de septiembre de 1792 a los hombres, a las mujeres y a los niños que estaban en cárceles improvisadas, tras los asaltos a los domicilios en París la noche del 28 de agosto, comenzó a asesinar a los locos de los manicomios, a los niños y niñas de los correccionales, y a los más pequeños y pequeñas de los hospicios ( las matanzas y violaciones en los centros de Salpêtrière y Bicêtre ). Incluso se violaron a las niñas antes de degollarlas, y las que se salvaron del degüello se las llevaron como presa para seguir abusando de ellas. Pero las calles tampoco eran seguras. Salir una mujer a la calle con la piel blanca, tersa, bien hidratada y suave podía suponer un peligro de violación y muerte por parte de una chusma voraz e iracunda, aún no sustituida por la dictadura de Robespierre. Lo mismo ocurría con el calzado; te podían matar sólo por despojarte de unos zapatos bonitos. Parece un hecho constatable que la atracción al abismo del horror es un fenómeno casi irresistible en los rebaños humanos, cuando la soberanía ha sido usurpada por quinientos matarifes de machos y hembras, y cuando se han saltado todos los controles, normas y escrúpulos que configuran un grado mínimo de civilización. El hombre, fuera de la civilización, autoexcluido de la civilización por su atracción al horror, es la peor y más cruel fiera. Es curioso que los nazis, que asesinaron a muchísimas más personas que la chusma asesina de París – los historiadores franceses, en un intento de limitar los compatriotas adictos al horror, han calculado que en París no hubo más de 600 verdugos asesinos, entre machos, hembras y cachorros voluntarios, y muy pocos de ellos soldados, durante la Revolución – se distanciaron, sin embargo, de las víctimas, ni se contagiaron por las espitas de sangre caliente de las heridas atroces, gracias a la industrialización de la muerte. No es lo mismo cortar los pechos y extraer el útero de madame Lambelle con una navaja, y cortar su cabecita con una pequeña hacha para llevársela al peluquero para que la peinen y retoquen un poco, que fusilar a quince metros de distancia, o destazar con un cuchillo carnicero el cuerpo de un cura que asesinar a las víctimas metiéndolas en un recinto casi neumático y asfixiarlas con gas. No es lo mismo, se mire como se mire. El objetivo político es el mismo, el grado de inhumanidad distinto. La Revolución Rusa y el nazismo produjeron muerte sin mancharse de sangre “placentera”: no tuvieron la compulsión caníbal de la Francia Revolucionaria. La diferencia estriba en que cuando se mata enemigos desde unos principios criminales, esto es, desde el mundo de las ideas, la carnicería en sí, el frenesí del carnicero, no es el fin, sino el medio con el que alcanzar un fin político. Eso no ocurrió en el septiembre parisino de 1792; una vez que el placer del degüello invadió a la chusma parisina, ésta tenía que seguir degollando, sajando, amputando y cortando, aunque ya no fuera por razones políticas o, al menos, estrictamente políticas; por eso empezaron a matar a los orates de los manicomios, a los mendigos de las casas de misericordia, a los niños y a las niñas de los hospicios y correccionales, a los frailes y a las monjas de los conventos, a los transeúntes bien vestidos y acicalados. Era la muerte en sí, la devoción al asesinato sangriento y al descuartizamiento, lo que se constituyó en el fin de la infrahumana chusma parisina. Embriagada de sangre, excitada por la sangre, embrutecida por las bodegas de magnífico vino robadas a los nobles, y con la autoridad municipal impotente, aquellos parisinos consiguieron el triunfo de la más alta abominación e infamia humana.
Algunas de aquellas bestias de los bajos fondos parisinos que fueron recibidos en el ejército para alejarlos de París, como Charlat, entre otros vampiros, fueron acuchillados por sus camaradas antes de entrar en combate. Hay escenas de masacre descritas por distintos historiadores en que la masacre masiva comienza con la vista de la primera sangre. Un jardinero, por ejemplo, le rompe en la cabeza un jarro de barro a su antiguo amo, y a partir del chorro de sangre de la cabeza comienza en ese mismo momento una masacre de más de cincuenta muertos bien muertos, porque se mataba y luego se remataba con compulsión. Es la sangre por sí sola la que mueve a los asesinos borrachos de sangre. París se encontraba en un estado más hondo y siniestro que el del estado salvaje. Y si las autoridades aún no del todo ebrias de sangre pararon la cosa, no fue por salvar vidas inocentes, sino para impedir el robo, que pondría en peligro el orden burgués. Efectivamente el temor al pillaje descontrolado rompió la tiranía anárquica del horror. Una cosa eran los muertos y otra sus preciosos despojos marcados con las huellas de la muerte más horrorosa: anillos aboyados por el sable que había cortado los dedos, pendientes arrancados con trozos de orejas, etc.
Por otro lado, aquellas matanzas callejeras indiscriminadas se habían traducidos inmediatamente en elecciones favorables a la Comuna. Pues en aquellos días de loca anarquía asesina las asambleas electorales eran muy poco concurridas, y sólo los matasiete salían de casa tan campantes, con lo que los violentos más locos salían victoriosos electoralmente. El 5 de septiembre eligieron a Robespierre, el 8 a Marat, el 11 a Panis y a Sergent. Sólo el girondino Vergniaud, verdadero héroe de la dignidad y el buen nombre de Francia, arriesgó su vida valientemente enfrentándose a esta locura que había convertido a París en el infierno, la aberración y la infamia de Europa. “Prefiero morir a que se pierda Francia”. Todo un acto de devotio que recordaba a los grandes héroes militares de Roma. Aunque en realidad fue la propia guerra de Francia contra Europa la que aminoró el terror interno.

