domingo, 9 de octubre de 2022

Remembranzas trevijanistas XXIV


 

Martín-Miguel Rubio Esteban

Doctor en Filología Clásica
    


Es un hecho de experiencia que el triunfo histórico de los ideales políticos no suele coincidir con el triunfo vital y personal de los creadores de esas mismas ideas políticas. Quizás el ejemplo más importante lo tengamos en Solón: siendo el antecedente más crucial y fundamental de lo que será un siglo después la radiosa democracia ateniense, sus reformas, sin embargo, no tuvieron ningún éxito en prevenir los terribles disturbios sociales (stásis) que acaecieron, y ni si quiera pudo su “eunomía” impedir el triunfo de la tiranía pisistrátida.

Pues bien, desde que conocí a Antonio García-Trevijano, hace más de treinta años, lo vi como una especie de Solón español de la verdadera democracia española, tan grande sin duda como aquél. La creación de la Junta Democrática representó sin duda la mejor herramienta revolucionaria para, por una parte, liquidar por completo las instituciones creadas por el Estado agonizante, manteniendo la unidad nacional, y, por otra, iniciar desde la sola fuerza revolucionaria del pueblo los trabajos para la instauración de la libertad política colectiva en España, con una nítida separación de poderes entre el Estado (Poder Ejecutivo) y la Nación (Poder Legislativo), y un perfecto régimen de representación de los ciudadanos, que conllevase la responsabilidad total y absoluta de las acciones de cada gobierno, sin que éste se viese precisado nunca a pactar con minorías voraces para mantener una siempre mayoría inestable.

El impedir que la libertad fuese “otorgada”, a fin de tener que ser conquistada y arrancada al poder tiránico y decrépito, única forma política de no gozar de unas libertades que en tantas ocasiones hemos visto precarias, sólo podía conllevar una ruptura patente y sincera con el régimen franquista vigente. Los Partidos y las grandes personalidades independientes que integraban la Junta Democrática se encontrarían al frente de un gobierno provisional, con un programa de acción constituyente de la forma de Estado y de Gobierno, que terminaría en la elección del primer gobierno constitucional. Sólo el pueblo elegiría la forma de Estado y de Gobierno durante ese período constituyente. Pero Antonio García-Trevijano, lo mismo que le ocurriera a Solón, no ha tenido éxito con sus estrictos contemporáneos y coevos, y la Junta Democrática no pudo impedir que se mantuviese la confusión de los poderes propios de la Nación y el Estado, siervos a la postre los tres –el Poder Judicial es pura independencia de la conciencia del juez
del comité de la nueva clase juancarlista, ávida por pisar las mullidas alfombras del poder y el dinero –en el fundo siervos de los últimos nababes del franquismo, ni pudo tampoco conseguir que la forma de Estado y de Gobierno fuese elegida directamente por el pueblo español. Suárez, el Merlín de Don Juan Carlos I, supo usar un ignoto grimorio para que mediante un arte de birlibirloque convertir el franquismo último, de la noche a la mañana, en una toda radiante Monarquía Parlamentaria. Mejor mago que sus compañeros de nobleza, el marqués de Villena y el conde de Villamediana, este Duque moderno y atractivo entregó a la posteridad boquiabierta el mejor encantamiento político que se conoce, pero cuyas mágicas costuras se rasgan hoy como la niebla herida por los rayos del sol.

Sin embargo, estoy convencido de que el vigoroso y noble pensamiento político de Antonio García-Trevijano ha de tener una utilidad fundamental en las nuevas formas de Estado y de Gobierno de libertad que necesariamente ha de traer el porvenir. Particularmente siempre me han gustado los pensadores que, como Solón y Trevijano, se implican fraternalmente en las necesidades de su época, que como hijos del tiempo se manchan de su tiempo, no para aprovecharse de él, sino para mejorarlo. Y abomino de aquellos “listos” para los que cuando sobreviene una batalla, en lugar de ayudar a sus compañeros naturales o simplemente a los buenos compatriotas, se ponen a recrearse en el sangriento espectáculo del combate; tiran las armas, se alejan del peligro, enristran el lápiz, cogen un trozo de papel y proceden a dibujar el campo en liza, cómodamente sentados en una sillita plegable. Es cierto que, por una parte, la ambición mezquina y chata de los ruines dirigentes de nuestros Partidos, y por la otra, el grimorio del encantador Suárez, que volvió romos y obtusos a individuos inteligentes, abrieron la puerta a la oligarquía política y la cerraron a la anhelada Democracia a la que aspiraba el pueblo recién salido de un mal sueño y que surgía majestuoso; pero no se pueden poner diques ni a la libertad ni a la verdad. Solón triunfó mejorado un siglo después de la exposición en verso de sus reformas. Y la Junta Democrática nos enseñó con su ejemplo encarnado en Don Antonio que es una exigencia moral básica la fidelidad a nuestras ansias de libertad.

La Transición hipertrofió la virtud cardinal de la prudencia hasta tal punto que bloqueó el ejercicio de las otras virtudes cardinales. Trevijano llegó a escribir: “Si la prudencia fuera la virtud moral que regula todas las demás, como programa una cultura católica desmesuradamente respetuosa con el poder, la justicia se haría siempre injusticia, la fortaleza debilidad y la templanza cobardía”. Esta penetrante reflexión recuerda el mito “político” de Prometeo y Epimeteo. Prometeo, que significa “pensamiento a priori”, que prevé los acontecimientos, “promêthês”, es el benefactor incondicional de los hombres, y quien combate contra la inicua tiranía de Zeus. A diferencia del muy antipático Elías, recomienda a los hombres dar a los dioses inmortales las porciones menos apetitosas de la carne de los sacrificios, y reservar, por el contrario, lo mejor y más nutritivo a los mortales. Zeus se vengó de este justo proceder arrebatando a los hombres el fuego, y condenándolos, por ende, a comer la carne cruda y a pasar horrible frío en las noches del invierno. Pero Prometeo, movido por una inquebrantable y “religiosa” filantropía propia de titán, les devolvió el fuego a pesar del espantoso castigo que él sabía que Zeus le impondría. Sin embargo, el Cronida le teme porque Prometeo conoce los sucesos que vendrán. Junto al fuego, impartió a los hombres las artes de curar, las matemáticas, la navegación, la minería, y les enseñó el trabajo de los metales. Por el contrario, su hermano Epimeteo, “el pensamiento a posteriori”, simboliza al hombre “prudente/epimêthês”, que no necesita la libertad, porque la ve una imprudencia, y llega a la más completa satisfacción con las operaciones de comer, dormir y fornicar. Su programa político lleva al hombre hasta “el mono feliz”, adonde él mismo evolucionó convirtiéndose en todo un macaco prudente. Con la rosada carne de Pandora, castigador artificio de los dioses, Epimeteo, el prudente, queda castigado para siempre, y aprende a soportar resignado los yugos tiránicos de la muerte, la vejez, las enfermedades, la obediencia, el trabajo, el poder tiránico y el estado indigno de su naturaleza humana.

Nuestro sistema político fue fundado por verdaderos epimeteos. La Ruptura era la obra de los prometeos, la Reforma la de los epimeteos. Pero “nemo potest duobus dominis servire”. “¡Con qué pertinencia política nos ha recordado Martín-Miguel Rubio, en esta insólita página, el fértil mito del prudente retro-visor Epimeteo, frente a un pre-visor y valiente hermano Prometeo!”, escribía Trevijano en su columna de La Razón el 20 de noviembre del 2000. Sin la Ruptura prometeica la esencia de la libertad, definir y controlar el poder político, no se ha efectuado en existencia. Con la Reforma epimeteica el Estado sigue siendo tan dueño de la Sociedad como en la Dictadura franquista, y seguramente mucho más. Para esto, y sólo para esto, fue efectiva la Reforma.